Cultura
Fiesta de muertos surge con las pestes de la Conquista

Viernes, 1 Noviembre, 2013 - 09:48

Esta fiesta tiene orígenes indígenas inequívocos en todo el continente latinoamericano. En esta parte Sudamérica se inició en honor a los difuntos del incario que sucumbieron ante las pestes traídas a estas tierras de la futura América por los conquistadores españoles, incluso antes de la llegada de Francisco Pizarro al Perú, donde la muerte se anticipó a los conquistadores armados con la cruz y la espada. Muchas muertes prematuras sucedían en esos tiempos, entre ellas la del inca Huayna Cápac. Sus cuerpos eran llevados en procesión por las calles, buscando conjurar el extraño mal que atravesaba desde el reino caído de los aztecas y mayas, en México, hasta el amenazado Tahuantinsuyo en los Andes del sur. Así comenzaron el culto y la veneración a nuestros difuntos, informa Sol de Pando.

 

Un revelador estudio difundido por los antropólogos peruanos Guillermo Huyhua y Rosa Arroyo, explica que la celebración del Día de los Difuntos que se festeja en casi todo el continente latinoamericano, desde México hasta Chile, los días 1 y 2 de noviembre, se originó durante los días finales del incario y los primeros años de la conquista española, hace más de cinco siglos. “Esta vieja costumbre nace en la época prehispánica y nos lo cuenta el cronista indígena Felipe Guamán Poma de Ayala en su crónica Nueva Crónica y Buen Gobierno”, afirman Huyhua y Arroyo.

 

Según el célebre cronista mestizo, noviembre, el Ayar Marcay Quilla, era el mes dedicado a los difuntos. “Los cuerpos momificados eran extraidos de sus bóvedas (llamadas pucullo) para renovar sus vestuarios, darles de comer y beber, y luego de cantar y danzar junto a ellos, los ponían en andas y los sacaban en recorrido, de casa en casa, por las calles y plazas para luego retornarlos a sus pucullos, “dándoles sus comidas y bagilla al principal de plata y de oro y al pobre, de barro. Y le dan sus carneros y rropa y lo entierra con ellas y gasta en esta fiesta muy mucho”, dice la crónica de Guamán Poma.

 

Esta costumbre sobrevivió a la hecatombe demográfica que trajo consigo la conquista española y sus enfermedades. Antes que Pizarro pise tierras incas, desde Panamá avanzaba una ola de peste negra: el sarampión, que los españoles trajeron desde España y contagiaron a los indígenas en Panamá. Desde allí esta enfermedad empezó su avance de muerte hacia el sur diezmando a miles de indígenas. El sarampión llegó por tierra antes que Pizarro por mar. Así, el inca Huayna Cápac fue contagiado y falleció por esta enfermedad. Muerto el inca lo momificaron y lo pasearon desde Tumpipampa en Ecuador hasta Cuzco, y en las festividades de Ayar Marcay Quilla continuaron haciéndolo. Durante todo ese trayecto el sarampión diezmó a la población que al acudir en masa a las procesiones del Inca se contagiaban masivamente. El indígena no tenía anticuerpos para esta nueva enfermedad y moría irremediablemente.

 

Pasado el tiempo, las festividades del mes de noviembre en honor a los “vivos y los muertos”, llamado también de “Todos los Santos” por la iglesia católica, continuaron vigentes y dicha costumbre hasta hoy subsiste en todos los pueblos andinos, especialmente en Bolivia, Perú y Ecuador, lo mismo que en México y Guatemala, donde la población indígena que guarda aquella memoria de la Conquista es similar.

 

Las “t’anta wawas”

 

Dentro de esta tradicional costumbre se destaca la “t’anta wawa” (que en quechua significa “niño de pan”), una de las ofrendas más bellas y dulces que se le puede hacer al difunto, sobre todo si es un niño o una niña. La t’anta wawa es un pan dulce y delicioso. Al pan o bizcocho le dan la forma de una muñeca o muñeco, incluso otra forma como la llama, y le agregan dulces como menudas grageas polícromas, pasas, etcétera. Lo hacen en varios tamaños, incluso con caretas de yeso. Cuando un niño o niña muere, siendo la prenda más querida de una familia, el dolor es inmenso, muere el futuro, mueren las esperanzas de la familia. Y, cuando llega el mes de noviembre los padres le llevan sus juguetes, su ropita, los potajes que más le gustaba y entre ellos el t’anta wawa que es una delicia para el paladar. Así surge esta costumbre, aunque no se sabe cuando surgió en su versión actual. Pero la t’anta wawa se extendió más allá, porque ya no solo es una ofrenda al niño o niña fallecida, sino a todo familiar querido que falleció, incluso es consumido por toda la familia: niños, adultos y ancianos, y por supuesto, uno de los más ricos está reservado para el fallecido.

 

Esta costumbre se extiende en todo la zona andina. En Bolivia genera una intensa actividad de la industria panificadora en las ciudades altiplánicas de La Paz, Oruro y Potosí, así como en los valles de Cochabamba, Chuquisaca y Tarija, donde los niños adquieren este pan junto con otros manjares de harina y azúcar a cambio de rezos cantados  frente a los altares que los hogares erigen en ofrenda a sus familiares fallecidos. Las migraciones del occidente hacia el oriente boliviano han instalado también este consumo ritual en la ciudad tropical de Santa Cruz.

 

También la “t’anta wawa” es muy común en el Perú (donde se lo alude en género masculino como “el t’anta wawa”); tiene mucho arraigo en Ayacucho, Huancavelica, Junín, Arequipa, Apurimac, Cuzco y Cerro de Pasco.

 

En la serranía del Ecuador, donde el Día de los Difuntos coincide con la efeméride cívica del Día del Escudo, la “t’anta wawa” se consume con la “colada morada”, que es una bebida tradicional del folclor de la serranía ecuatoriana,  se prepara con  harina de maíz morado, con piña, mora, mortiño, frutilla, babaco, manzana, uvas, hierbas aromáticas y especias dulces (canela, pimienta, ishpingo, clavo de olor) y azúcar, se la sirve caliente.

 

La creatividad popular deja ver en cada zona  tantas formas, texturas y sabores elaborados con mucho primor y detalle en su ornamentación. Son verdaderas obras de arte para la vista y el sabor.

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