¿Empujados a la desobediencia civil?

Por Enrique Velazco Reckling, Ph.D., investigador en desarrollo productivo

Apenas conocida la anticonstitucional habilitación del TSE al binomio Evo-Álvaro para las “primarias” en 2019, el Comité Nacional de Defensa de la Democracia, CONADE, convocó a “organizar la lucha del pueblo sobre las consignas de desobediencia civil y de movilización permanente”. 

Para el gobierno, la postura del CONADE era un llamado a delinquir, a la insurrección y a la violencia que nos llevaría a la anomia y al caos; la sociedad debía confiar en que todas las decisiones y acciones de las autoridades, eran (son) plenamente constitucionales. 

Avanzando el reloj al 2023, resurge la consigna de la desobediencia civil (DC) en rechazo al accionar del gobierno: era uno de los temas posibles para el Cabildo Nacional de enero; varias columnas de opinión analizan el recurrir a esa acción; e incluso, ya fundamentan jurídicamente la resistencia a normas específicas, como el uso de los vidrios polarizados. 

En sociedades democráticas maduras, la confianza en las autoridades electas o designadas radica en que la institucionalidad permite a la ciudadanía acceder a mecanismos adecuados para cuestionar decisiones que consideren violatorias de normas o derechos ciudadanos y, de ser el caso, corregirlas. Los Estados débiles –que permiten gobiernos autócratas, usan la presunción de constitucionalidad para establecer vínculos de “mando y obediencia” de gobernantes a gobernados, violando principios básicos de la gobernanza democrática. 

Pero la presunción de constitucionalidad no es el cheque en blanco que creen los políticos: tiene límites y no ampara arbitrariedades de funcionarios de cualquier nivel. La presunción de constitucionalidad, no aplica si “el legislador otorga consecuencias jurídicas diferentes a situaciones que son esencialmente equiparables”: en la medida que, arbitrariamente, la ley se aplique en beneficio de unos o en perjuicio de otros, la ciudadanía podrá cuestionar la norma o su uso, y adquiere relevancia el derecho a la desobediencia. 

La DC no implica caos y violencia: “es una opción democrática ciudadana frente a la crisis de legitimidad del sistema político y a la obstrucción de los canales legales de participación”; consiste en incumplir normas concretas, sin poner en cuestión la obediencia al total del ordenamiento jurídico. Se define como una “acción de protesta, individual o colectiva, consciente, moralmente fundamentada, pacífica y pública que, violando normas jurídicas concretas, busca producir un cambio en las leyes, en las políticas o en las directrices de un gobierno”.

El Estado boliviano no se ha destacado especialmente por su compromiso de respeto a las normas. A finales del 2019, habíamos llegado a una situación de indefensión extrema en la que la lista de arbitrariedades era abrumadora. Pero, desde 2020, lejos de retomar valores democráticos y restablecer el imperio de la Ley, el grado de abuso y descaro de cada nuevo caso supera al del anterior, y asistimos a un penoso y vergonzoso circo jurídico-legal que acelera la des-institucionalización. 

Al actuar cada vez más al margen de la CPE para beneficio de algunos, los gobernantes subvierten la institucionalidad democrática, y quiebran el pacto social que compromete al ciudadano con sus gobernantes. Hoy, los ciudadanos, están inermes ante los abusos del poder porque, los corruptos sicarios judiciales, tienen carta blanca para adecuar las normas a intereses espurios mientras violan impunemente los derechos de las personas. Con ello, anulan la presunción de constitucionalidad, dejando a la DC, no solo como una opción válida de defensa, sino como una última alternativa ciudadana frente al irracional abuso desde el Estado.

Todo sugiere que el Gobierno asume que el acomodo pasivo a la arbitrariedad, es la única alternativa de la gente frente a “las estrategias envolventes” que han dado al gobierno la capacidad de presionar recurriendo al uso arbitrario de la ley. El manejo (manoseo, más propiamente) de procedimientos, tiempos y plazos para (in)viabilizar la recolección de las firmas necesarias para el referendo constitucional que habilite la reforma de la justicia antes de la próxima amañada elección judicial, es el ejemplo más reciente del solapado abuso del poder. ¿Qué le queda a la gente? 

Ignorar el clamor para una pronta y radical reforma judicial, para forzar otra elección judicial chuta con los vicios ya conocidos de las previas y la certeza de mayores abusos, podrían ser el empujón del gobierno hacia la desobediencia civil de quienes hoy dudan. 

No es un tema menor que, por la frivolidad con la que se constituyeron, muchas de las instancias de gobierno que hoy son parte activa del abuso, están dirigidas por personas que ejercen sus cargos ilegalmente, y todos sus actos son “nulos de pleno derecho”: rechazar disposiciones emanadas de estas instancias, no es desobediencia, sino cumplir la obligación de todo ciudadano de “respetar y HACER respetar la CPE”. Toda postura del servil TCP para legalizar lo ilegal, solo acentuará su descrédito y la repulsa ciudadana.

Un escenario con varias formas activas de “rechazo legal” a la arbitrariedad gubernamental –enmarcadas o no necesariamente en la desobediencia civil, implica potencialmente una crisis de gobernabilidad multisectorial que arrastraría al colapso del agotado MESCP con la multiplicación de demandas sociales generadas por la crisis. La responsabilidad histórica de llevarnos al camino final de desinstitucionalización (¿siguiendo a Venezuela y Nicaragua?), será exclusivamente de este gobierno. 

¿Es éste, realmente, el legado que el gobierno del MAS quiere dejar a la historia? Al final del día, toda forma de desobediencia afectará a todos, pero, históricamente, el Gobierno del MAS –y el MAS, perderán mucho más en gobernabilidad, legitimidad y credibilidad.