Opinion

EL POBRE BEBÉ ALEXANDER Y LOS MALOS FISCALES
Cara o Cruz
Raúl Peñaranda U.
Miércoles, 19 Noviembre, 2014 - 19:13

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En la antigüedad, el pueblo judío tomaba a un carnero, lo cargaba simbólicamente de los pecados de las personas y lo lanzaba al desierto. Al morir el chivo desaparecían también los pecados de la ciudadanía. De allí sale la expresión “chivo expiatorio”. Inocentes que pagan las culpas de los responsables.

Es exactamente lo que ha hecho la comisión de fiscales encargada del espantoso caso del bebé Alexander, muerto esta semana: acusar a siete personas que casi con toda certeza son inocentes. Enfermeras, médicos internos y hasta una madre sustituta de 19 años han sido detenidos sin bases, sin pruebas y contra toda lógica. 

Ante la presión de la opinión pública por encontrar al culpable de la muerte del pobre bebé, los fiscales y la jueza Lía Cardozo han hecho lo que vienen haciendo los (malos) encargados de justicia desde hace siglos: acusar a algún inocente para quitarse responsabilidad. Tomar a cualquiera, el que está en el lugar equivocado, en el momento equivocado: una pasante de 19 años que le dio leche y que quizás eso atoró al bebé. Las enfermeras que no pudieron atender al niño y lo mandaron a otro hospital. Un interno de medicina que estaba de turno. ¡Acusados de infanticidio! ¡Y los fiscales y la jueza han señalado que van a ordenar nuevas detenciones! ¿De quién? ¿Del chofer de la ambulancia? ¿De la vendedora de dulces de la esquina? ¡Bárbaros! Y ni siquiera saben si la autopsia que señala que hubo violación estuvo bien hecha.

Quizás, finalmente, haya sido la descomposición social y la pobreza las que mataron al niño. El bebé Alexander es la prolongación de un drama familiar. Sus padres, ambos alcohólicos, casi adolescentes, no estaban en condiciones ni psicológicas ni materiales para atenderlo. Por eso llegó a un centro de acogida a los cuatro meses de edad, de donde pasó al hogar Virgen de Fátima. De más está decir que estos hogares no tienen ni camas suficientes, ni personal adiestrado, ni mamaderas esterilizadas para atender a decenas de niños y niñas abandonadas. Cuando el jueves pasado se notó que Alexander estaba descompuesto, asfixiado por su leche según un médico, fue trasladado al Hospital del Niño, cuyos médicos lo reanimaron mediante intubación. Pero para seguir el procedimiento necesitaban un respirador y el hospital tiene solamente siete, todos utilizados en otros niños en ese momento. Siete para una población de 200.000 niños de La Paz y El Alto. Tampoco tenía cunas disponibles y por eso fue despachado al Hospital Juan XXIII, donde finalmente murió.

Los respiradores artificiales cuestan 10.000 dólares cada uno pero el hospital del Niño solo tiene siete. El Palacio que se está haciendo construir Evo para sentirse más cómodo cuesta 36 millones de dólares, es decir el equivalente a 3.600 respiradores. O a 180.000 cunas. O a 3.000 incubadoras. Pero se prefiere un Palacio.

No solo el Estado es el que falla. También la sociedad. Un informe reciente de la Defensoría del Pueblo (que entre otras cosas hace hincapié en la necesidad de reforzar los hogares de acogida) señala que el 83% de las niñas y niños sufre violencia en sus propios hogares o escuelas en la forma de golpes e insultos; que el 34% de las niñas y adolescentes sufre agresiones sexuales (el promedio mundial es del 20%); que uno de cada cuatro niños experimenta desnutrición crónica, que luego se reflejará de manera permanente en su adultez; que 20.000 menores viven en las calles, debajo de los puentes…

El sino del pobre bebé Alexander, lamentablemente, es el de miles de niños y niñas bolivianas. Solo algunos de estos casos, por sus específicas circunstancias, llegan a los noticieros de la TV y a las portadas de los diarios. Y cuando se olvide éste, nada se habrá resuelto.

Son mucho más profundas las raíces de esta situación. El ejercicio de la violencia en el seno del hogar es más difundido de lo que nadie puede imaginarse. El uso de ladrillos calientes en los que los padres sientan a sus hijos cuando mojan la cama, el quemarlos con la plancha cuando se portan mal o los chicotazos que se dan cuando lloran es una realidad que nadie quiere enfrentar. Por allí debería quizás empezar la reforma educativa y no regalando computadoras que luego nadie sabe cómo usar.

Por eso, no le achaquemos responsabilidades a internos o exhaustas enfermeras o voluntarias de 19 años que tratan de hacer lo mejor que pueden con escasos recursos, poco entrenamiento y bajos salarios. Todo el personal que estuvo a cargo del bebé debe ser investigado y procesado si se encuentran indicios de responsabilidad, pero tienen derecho a un juicio justo y a defenderse en libertad. En este caso, ningún carnero será suficiente para cargar todas nuestras culpas.

Raúl Peñaranda U. es periodista