Opinion

REVUELTA EN LAS FFAA
Columna Robada
Fernando Molina
Jueves, 24 Abril, 2014 - 18:07

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Una de las aspiraciones asociadas al gobierno de un presidente indígena en Bolivia fue la eliminación de las instituciones y relaciones sociales racistas que el país ha sufrido a lo largo de su historia. Esta aspiración, que en los últimos ocho años originó un sin número de cambios, sobre todo declarativos y en el ritual, aunque algunos de ellos verificables en el relacionamiento entre los ciudadanos, hoy ha tocado las puertas de una institución fundamental para el régimen, las Fuerzas Armadas.

Los suboficiales y sargentos de las tres fuerzas están movilizados en todo el país: se reúnen en asambleas, marchan en las calles y hacen peticiones. Aunque no se han atrevido a participar ellos mismos en una huelga de hambre, lo hacen sus esposas: 15 de ellas ayunan para aumentar la presión sobre el Alto Mando y el Gobierno. Esta inédita (e ilegal) lucha social plantea, en esencia, que las Fuerzas Armadas dejen de discriminar a su personal de baja graduación, que le permitan estudiar en las mismas universidades, bailar en los mismos casinos, comer en las mismas cantinas y tener las mismas expectativas de ascenso que los oficiales. La movilización mostró que hasta ahora, y pese a las protestas de los comandantes por la libertad de los pueblos, los suboficiales y sargentos son tratados como una casta inferior a la que no se permite mezclarse con la élite de charreteras más pobladas, y que además a veces son usados como mano de obra gratuita en trabajos que nos les competen, o sometidos a abusos verbales y físicos.

Las razones de los oficiales son de tipo corporativo (la exaltación del propio estamento), pero en un país como Bolivia esta clase de comportamiento siempre va mezclado con prejuicios raciales. Los sargentos y suboficiales provienen de clases más pobres y con una mayor composición indígena, lo que ha hecho imposible para la mayoría de ellos el acceder a la Academia Militar, que es la que gradúa oficiales.

Pese al alineamiento de la demanda de los suboficiales y sargentos con la política de “descolonización” (eliminación del racismo) aprobada por el Gobierno, este no la apoya, sino todo lo contrario: ha cerrado filas con la cúpula castrense, que intenta solucionar el problema, como podrá suponerse, “manu militari”. Hasta ahora ha expulsado a 13 efectivos de su trabajo y ha aplicado castigos (que van desde la suspensión de becas en las universidades hasta el traslado a las fronteras) a decenas de otros uniformados. El Ministro de Defensa y varios de los más obsecuentes voceros oficialistas justificaron este tratamiento en el hecho de que, como es de uso, la Constitución no permite que los militares deliberen. Con ello se ha producido una nueva contradicción entre la ideología oficial, la institucionalidad y la “Real politik”.

Las Fuerzas Armadas gozan en este momento de una enorme autonomía institucional respecto del Gobierno de Evo Morales, que pagan con una total subordinación política a éste. Como resultado, se aplica una política “gatopardista”: todo parece haber cambiado dentro de la institución armada, que ahora engalana sus celebraciones con banderas indígenas, pero en realidad todo continúa igual. El servicio militar sigue siendo obligatorio, los archivos de las dictaduras continúan cerrados, los homosexuales no son permitidos porque en el ejército “sólo entran hombres y mujeres”, según dijo memorablemente el conservador Ministro de Defensa, la muerte de efectivos por torturas y órdenes abusivas se ha vuelto una plaga, y la corrupción de los jefes sigue siendo un problema tan serio como imposible de señalar públicamente. Sin embargo, los comandantes asisten a congresos del Movimiento al Socialismo, colaboran con contrapartes venezolanas y cubanas, y han cambiado la doctrina militar de modo que oriente a la tropa en contra del capitalismo, el imperialismo, a favor de la justicia social, etc. Al mismo tiempo, los morenos suboficiales no sólo está completamente imposibilitados de convertirse en oficiales, sino que tampoco pueden inscribirse en posgrados en la Escuela Militar de Ingeniería, pues estos se hallan reservados para los segundos, entre otras cosas igualmente espantosas.

Este no es el primer gobierno en llegar a un trato de conveniencia con los militares: en el pasado estos aceptaron las privatizaciones y dirigieron diversas campañas represivas contra los disconformes con la política neoliberal a cambio de que se les garantizara el estatus quo. La diferencia está en que si antes el trato entre uniformados y civiles tenía, desde el punto de vista de los primeros, un carácter defensivo, ahora en cambio es un acuerdo que les ha permitido dar varios pasos adelante: beneficiarse de la prosperidad del Estado exportador de gas, participar en misiones y emprendimientos económicos, mejorar su equipo y armamento, etc. Las Fuerzas Armadas confían en el Presidente, quien conserva el adoctrinamiento ideológico que recibió durante su conscripción, quien, al igual que ellas, cree en el Estado y en la burocracia para resolver los problemas, y ve poderes externos conspirando contra Bolivia. Por su lado, Morales ama a los militares, fundamentales para su proyecto nacionalista de ocupar efectivamente el territorio y silenciar la disidencia interna (lo que conviene a la unidad del país tanto como a su propia permanencia en el poder).
Las sanciones no han logrado aplacar la protesta. “Los militares no nos asustamos fácil”, dijo uno de los manifestantes a la prensa. Buscan la renuncia del Ministro de Defensa y la aprobación de una ley igualitaria, que llaman “de descolonización de las Fuerzas Armadas”. Significativamente, Morales se enfrenta una vez más, en nombre de la institucionalidad, a las fuerzas igualitarias que en el principio él ayudó a desencadenar.