Opinion

La “democracia dolorosa” de las víctimas de la dictadura
Punto de Opinión
Edwin Flores Araoz
Miércoles, 11 Octubre, 2017 - 16:29

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A 35 años de recuperación del sistema de libertades, las injusticias persisten para los que lucharon contra los gobiernos autoritarios.

Soportaron torturas. Sufrieron el dolor físico y psicológico de los gobiernos de facto y, en tiempos democráticos su dignidad sigue siendo dañada. Hoy, suman otro capítulo a sus penurias. Cristian Aguilar realizó entrevistas a los activistas que reclaman atención en su cuartel general de El Prado desde hace más de cinco años.

Por: Edwin Flores Aráoz

Como víctimas de la violencia política, resistieron el dolor físico y psicológico en dictadura y ahora toleran las injusticias de la democracia; un triple sufrimiento que afecta a quienes, hace varias décadas, enfrentaron  a los gobiernos militares más cruentos de la historia boliviana.

Se trata de un puñado de luchadores que acampan frente al Ministerio de Justicia reclamando una indemnización. Junto a sus familiares, el 25 de diciembre pasarán su sexta Nochebuena en vigilia y oración en El Prado paceño.

Esos forjadores de la democracia cuentan que hace más de 30 años, ser detenido y conducido a los sótanos de la ex Prefectura y del Ministerio del Interior despertaba un sentimiento de miedo aterrador. No era para menos, allí los paramilitares mortificaban de manera salvaje a los rebeldes: les reventaban la piel a palos, perforaban los músculos con objetos punzo cortantes, les sumergían en orines y excremento y, con agujas, les rasgaban hasta los huesos.

En representación de unos 7.000 sobrevivientes de las dictaduras en Bolivia, el 11 de marzo de 2012, varios de ellos se instalaron en una carpa frente al edificio del Ministerio de Justicia para exigir la aplicación de la Ley 2640 de Resarcimiento Excepcional a las Víctimas de Violencia Política en períodos de gobiernos inconstitucionales. Desde entonces, hace más de cinco años, realizaron marchas, bloqueos, crucifixiones, toma de instalaciones públicas y cuanta medida de protesta se les ocurrió.

La ley de referencia fue promulgada por el presidente Carlos Mesa (2003-2005) con el propósito de que las personas que sacrificaron su integridad y arriesgaron su vida para restablecer la democracia en Bolivia, tuvieran una compensación de tres tipos: económica, de atención de salud y pago de gastos de sepelio. Ninguno de estos derechos se les ha concedido hasta la fecha.

La noche larga de gobiernos dictatoriales duró entre 1964 y 1982. En esa época, los que lucharon por el restablecimiento de las libertades padecieron la tiranía de la violación de los derechos humanos.

El héroe de los socavones

Vivió y trabajó en los profundos y oscuros socavones de Colquiri, arañando la roca; participó en movimientos guerrilleros y fue una de las víctimas de los sistemas de tortura instaurados en tiempos antidemocráticos. Julio Llanos, que pasa los 80 años de vida, sobrevivió a los gobiernos de René Barrientos (1964), de Hugo Banzer (1971) y de Luis García Meza (1980). Hoy, en plena democracia, este hombre de tez blanca, ojos claros, cabello canoso y 1,75 metros de estatura, mantiene con firmeza su demanda: que el gobierno aplique la ley de indemnización para los que sufrieron las dictaduras.

Desde la céntrica avenida de El Prado, Llanos mira con desdén el edificio del Ministerio de Justicia cuyos funcionarios jerárquicos, irónicamente, son el principal obstáculo para el cumplimiento de la Ley 2640. El exdirigente tiene dos motivos para mantenerse firme en la protesta: 15 sobrevivientes de las dictaduras fallecieron entre marzo de 2012 y noviembre de 2013; los familiares no recibieron apoyo para los gastos del sepelio, menos para la atención médica antes de su fallecimiento.

Don Julio vive en El Prado, en una gélida carpa. Cada madrugada, despierta con bocinazos de autos y cuando se lleva la mano izquierda a la cabeza para arreglarse el pelo, resalta la falta de su dedo medio. “Es la secuela que me dejó, de por vida, un paramilitar”, explica.

Las formas de tortura. Recuerda cuando fue conducido a una de las celdas instaladas en las casas de violencia. Antes de cruzar la puerta del lugar del interrogatorio, apretaba los dientes, cerraba los puños, arqueaba las cejas y tomaba una bocanada de aire. Tenía mucho miedo y, al mismo tiempo, la convicción de no ceder, de no delatar a sus camaradas y persistir en la lucha por la democracia. En esos escenarios de terror, fue testigo y vivió en carne y alma los martirios.

La gota. Los paramilitares desnudaban a cada detenido y los sentaban en una silla. Colocaban un recipiente lleno de agua sobre sus cabezas de tal manera que les caían gotas toda la noche. El objetivo era bajarles la autoestima y sacarles información sobre la ubicación de las fábricas de bombas molotov y la dirección de los centros de reunión de la resistencia.

Punzadas. Les clavaban alfileres debajo de las uñas para que revelen nombres de dirigentes, antimilitares, lugares de reunión, planes de agitación, estrategias de confrontación contra militares y policías, entre otro tipo de información. El dolor de las perforaciones se sentía en la piel y en el espíritu. “En la piel porque al atravesar lastimaban el tejido muscular y rasgaban los huesos de las manos. Y, en el alma porque sufríamos tratos inhumanos, humillantes y degradantes”.

El submarino. Esta práctica consistía en atar los pies de la víctima, colgarlo y sumergirlo en un recipiente lleno de orines y excremento hasta el punto en que no soporte y empiece a tragar y respirar los fluidos. Algunos accedían a entregar información solo para tomar un poco de aire y evitar que lastimen a sus familiares. Luego les echaban agua fría para limpiarlos y devolverles a las celdas.

Tapa coronas. Un palo con un puñado de tapa coronas incrustadas se convertía en un objeto contundente con el que les  golpeaban las nalgas desnudas hasta hacerlas sangrar.

Agujas. Objetos puntiagudos de 12 centímetros eran introducidos a través del talón del pie hasta llegar a los huesos. Una vez con la punta lastimando el punto óseo, los paramilitares movían de forma brusca el artefacto cuyo dolor intenso se traducía en gritos desesperados.

El reflector. Sentaban al preso político en una silla en frente de un reflector de alta potencia lumínica. Los dejaban así toda la noche. No podían dormir, no podían quejarse.

La bayoneta en el dedo. Una de esas largas noches de martirio, un jefe paramilitar, Álvaro Loayza, llegó ebrio a la sala de interrogatorios y lo obligó a sentarse en una silla. Puso la palma de la mano izquierda de Don Julio sobre la mesa con los dedos extendidos y distantes. La punta de la bayoneta golpeaba entre los dedos de la víctima y el militar dejó caer el arma blanca sobre el dedo medio. El dolor era indescriptible.

Loayza soltó una carcajada maligna y Julio un grito estremecedor. El arma blanca cortó casi por completo el dedo. La víctima se vendó con un trapo para detener la hemorragia, no tuvo atención médica y logró cicatrizar la herida a plan de flujos de orín.

Luego de mucho tiempo volvieron a sacarlo para el interrogatorio, entonces otro paramilitar observó el dedo malherido y lo mandó al sanitario. El tejido produjo necrosis. El médico tomó el bisturí y cortó el dedo.

 

Don Julio Llanos, lamenta que la democracia por la que había luchado sea también tan dolorosa: “Ésta es la última lucha, el último sacrificio. Los dirigentes de la COB nos volvieron la espalda. Hemos puesto nuestras vidas en riesgo, pero ésta debe ser nuestra última batalla contra las injusticias de esta democracia que ayudamos a construir. Luego descansaremos en paz”.