Opinion

3.207 KM, AMÉRICA PROFUNDA
Río Abajo
Pablo Cingolani
Lunes, 4 Marzo, 2013 - 11:17

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Montañas, cielos, vientos: acabamos de regresar desde Salta-Argentina. Desde Río Abajo, en el sector sur de La Paz-Bolivia, recorrimos, ida y vuelta, 3207 kilómetros en 11 días y 10 noches. Hipnotizados por el camino, imantados por los cerros, enamorados de la travesía, desde allí, desde el territorio, desde el contacto con la gente que allí vive y está, que allí mora y sueña, es que concebimos nuestra participación en el primer Encuentro de Hermanamiento de Creadores y Gestores Culturales de Bolivia y el Noroeste Argentino, que se realizó en la capital salteña, con gran energía y participación de muchas voces y muchas expresiones de ese horizonte en permanente construcción que es la cultura de nuestros pueblos.

Salta, uno de los entrañables corazones de la América Andina, una de las encrucijadas de un derrotero histórico que empieza por allí —y se extiende por el sur hasta Tucumán y Santiago del Estero—, y se alarga hacia el norte por Bolivia, por todo el Perú, Ecuador, y acaso llegue hasta más allá de Pasto, hasta Bogotá, supo alentar un encuentro inédito, un encuentro horizontal y activo entre trabajadores de la cultura, gente que cree que si ponemos el alma, el espíritu y los ideales por delante, nuestro continente —esa América Profunda indagada y sentida por Kusch— podrá cerrar las heridas de tanto despojo y maltrato, y reencontrarse en el derrotero de su propio destino, su propio carácter y su propia temperatura vital, la más apasionada del orbe.

Hoy, las barreras geográficas han caído —las carreteras han penetrado el paisaje, las redes copan el éter— , por lo cual no hay ningún justificativo ético y material para no integrarnos cada vez más, para no unirnos cada vez con mayor compromiso y nobleza, para construir juntos un futuro común. Ese es el desafío de la cultura, ese es el desafío de los creadores: que frente a la globalización, que frente a las dinámicas económicas arrasadoras, que frente a la basura mental y existencial que todo eso trae aparejado, podamos levantar las banderas de la vida plena, de nuestra vida, que sólo es posible cuando somos uno y todos amparados en nuestra propia identidad.

Esa identidad, la nuestra, la de todos nosotros, es la que brota a cada kilómetro de camino andado y vuelto a andar por el sur de Bolivia y el norte argentino, y que tuvo en Salta un epicentro de algo a forjar, de algo a labrar, de algo a defender y promover: qué específicamente es la pregunta que nos deberíamos hacer todos. Cómo, debería ser el esfuerzo de muchos, incluyendo desde ya a las autoridades de ambos países. El para qué está bien claro: porque no queremos otra mirada que la que nace de nuestros ojos y nuestras manos, porque sólo así podremos encarar el presente y el futuro, porque no hay otro camino posible que el que nos ha convocado y por el cual queremos ir con alegría y fervor como siempre hemos ido.

Ese camino, esta vez, enlazó Oruro, Tupiza, Villazón, La Quiaca, Maimará, Salta, Padcaya, Tarija, Sucre y otra vez Oruro en un abrazo de arenas y estrellas, montañas, cielos y vientos que fueron nuestros hermanos primeros para darnos la fuerza y la voluntad para acudir a abrazarnos con nuestros otros hermanos y nuestros compañeros de todo ese inmenso país poético y sentimental que conforman el NOA y el occidente y el sur de Bolivia.

Tal vez en este hecho que anotaré estuvo y está cifrada toda la potencialidad expresiva y creativa de lo vivido y de lo que puede venir: fue la noche que celebramos en Maimará, Jujuy, en medio del imponente paisaje multicolor de la mítica Quebrada de Humahuaca, el cumpleaños del Ramón Rocha, de nuestro carnal y compañero de rutas. Fue en la casa de Celina, una mujer de pueblo que crió sola a dos hijos maravillosos, que son también los nuevos protagonistas de la pelea por el destino.

Allí, con Fernando que había arribado desde Jujuy ciudad para darnos la bienvenida; allí, con los trabajadores que venían desde El Ramal y con sus guitarras encendidas; allí con nosotros cebados de tanto trajín y celebración en marcha; allí, con la comida que comimos y los vinos compartidos; allí, en el pueblo donde Gunther Rodolfo Kusch vivió su exilio interior cuando los heraldos negros asolaban la Argentina; allí, tal vez, se juntaron, descarnadas y vivas, todas las claves, todas las teclas, todas las pulsiones que nos alientan, que quisiéramos compartir con todos, que buscaremos sigan encendidas.

Allí, en Maimará, donde Kusch sabiendo que iba a morir, que iba a partir, escribió uno de los textos más maravillosos de todos los que nos legó y que tituló, simplemente así: Vivir en Maimará.

Allí, Rodolfo, con sus palabras, habla de la frontera, de las fronteras, y él se pregunta —con esa amabilidad avasallante que siempre cultivó y que cada vez cautiva más— si las fronteras están adentro o afuera de uno, si los límites son nuestros propios cercos espirituales —nuestra incapacidad para ver y sentir al otro— o están allí afuera, donde “está un molle grande, enfrente vive el carpintero Colque, y más allá del otro lado del río, se levanta la montaña”.

Cuando rompemos nuestro ensimismamiento, cuando dejamos atrás los prejuicios y el falso afán de ser alguien, dice Rodolfo, somos, cada quien, como los héroes gemelos de Xibalá y el Popol Vuh, que descienden al infierno pero para encontrar la lucidez total, la sensibilidad completa y “la conciencia mágica de ser totalmente uno mismo”. Y esto, se preguntó Kusch, y esto ¿por qué? ¿Porque debemos romper nuestra isla egoísta, nuestro pequeño mundo de seguridades y comodidades, nuestra propia frontera? Pues porque sí —sentencia sin saber que lloro de emoción mientras lo anoto—, pues porque sí, mi hermano, porque en eso está el misterio del hecho de vivir, porque será –agrega- que en lo tenebroso, en lo caótico, en lo que desasosiega, “también andan los dedos de Dios”. Pues porque sí.

Entonces, ocurre el milagro. Allí, en Maimará, allí donde estábamos aquella noche con Celina, con Fernando, con los chicos, con los obreros, con el Riki, con el Ramón y el Ramoncito. Ocurre el milagro: Kusch, que sabía que partiría, se da cuenta que aún le falta cruzar una frontera, la de la montaña que está frente al cuarto donde escribe. Y entonces, anotó para la eternidad: “Y yo sé que si logro cruzarla alguna vez e ir del otro lado, encontraré, como los héroes gemelos, del otro lado, toda la vida, esa que aún no se ha desprendido de los dedos divinos”.

Y ahora, yo que nunca sé lo que escribo, por dónde me llevará la escritura, advierto y siento que la travesía por estas palabras, estos rostros, estas realidades y estas magias, nos ha conducido allí donde queríamos: a un lugar de comunión y encuentro con lo más sagrado y con lo más humano, el lugar donde alguien —él, Rodolfo— habla por él, pero también por mí, y habla por todos, habla por nosotros, habla de nosotros, habla de aquello que debería unirnos y conmovernos, habla de eso que no puede estar ausente, habla de lo que no puede jamás ser olvidado.
Montañas, cielos, vientos; arenas y estrellas: recorrimos felices y en ofrenda 3207 kilómetros por esa intensidad y por ese rastro.