Opinion

DEBATIENDO CON LA ABUELA
Sin esclusas
Patricia Alandia
Lunes, 14 Julio, 2014 - 13:43

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A pesar de que estamos acostumbrados a los exabruptos del Presidente, no dejan de sorprenderme algunas de sus intervenciones mediáticas; es el caso de su respuesta a la pregunta sobre si debatiría con Doria Medina: “Y ahora todavía se atreven a decir los privatizadores: ‘Voy a debatir con el Evo’. ¿Qué debate? ¡Que vaya a debatir con su abuela!”.

Los acólitos de Morales rápidamente salieron al paso para explicar las aseveraciones del Presidente; con total soltura, afirmaron que alguien que está arriba no tiene por qué debatir con los que están abajo, refiriéndose, supongo, al lugar que ambos ocupan en las encuestas de opinión ciudadana. Por lo visto, Morales y sus militantes no entienden que el debate es componente fundamental de la democracia; que, para empezar, le posibilita al ciudadano conocer las distintas propuestas de candidatos y autoridades en función, y las posiciones ideológicas desde las que se diseñan; le permite, además, establecer la coherencia de sus discursos con sus actos, su solvencia intelectual y ética. Por otro lado, le facilita el ejercicio del control de sus gobernantes e instituciones, ese tan publicitado control social que está constitucionalizado y que fue definido como uno de los avances más significativos de nuestra democracia actual. 

Además, se dice que hemos evolucionado de una democracia representativa a una democracia participativa, donde el debate debe amplio y sostenido; no obstante, hasta la fecha, no hemos tenido ninguna señal que nos demuestre que algo haya mejorado. Como nunca, asistimos a monólogos interminables y cotidianos de nuestros mandatarios, que apenas son contrastados por las esporádicas participaciones de algunos miembros de la oposición. A ello, debemos añadir el pobre aporte de la mayoría de medios de comunicación, “amigos” del Gobierno, que toman como principal fuente de información los discursos del Presidente.

Y con respecto a esos discursos es necesario repasar rápidamente su evolución. Desde sus primeras incursiones en la vida sindical, Evo Morales se ha caracterizado por su identificación con las clases desposeídas, por lo que su discurso estaba construido desde el lugar del sujeto oprimido —en esas épocas cocalero—, que representaba la voz de los silenciados; era un discurso de denuncia, de emancipación, en oposición a un enemigo claramente identificado, el Imperio, corporeizado en la DEA y en las políticas de erradicación de la hoja de coca.

Con su llegada a Palacio en el 2006, estos aspectos discursivos se fueron transformando paulatinamente: cambió el lugar del sujeto emisor; el cocalero dio paso al indígena, y las demandas cocaleras, a las reivindicaciones indígenas y los derechos de la Madre Tierra. No se dio lo esperable, la construcción del discurso desde su nuevo lugar de poder. Sin embargo, como temían quienes no lo votaron, su discurso se endureció: sumó nuevos enemigos retóricos, las clases privilegiadas bolivianas; le dedicó un lugar especial al agroempresariado, ligado al latifundio y la vulneración de derechos indígenas, con la política de tierras como eje central discursivo.

Esta etapa fue el momento de mayor fuerza del llamado proceso de cambio; el Presidente se reunía y debatía con campesinos, indígenas, obreros; las leyes que se proyectaban, y que luego se promulgaban, los representaban. Los privilegiados de siempre se quejaban del autoritarismo, de la falta de seguridad jurídica, de la incapacidad para generar consensos. En ese contexto, los berrinches de las clases privilegiadas se constituían en señales de que el país se estaba transformando hacia la equidad, la inclusión y la justicia. Eran tiempos en los que la violencia verbal de Morales era garantía de la transformación. 

Todo eso cambió drásticamente en su segunda gestión. Un sentimiento de autosuficiencia embargó al Gobierno, y el sujeto discursivo se posicionó definitivamente en el poder, del que no se movió más, y, por lo que ya constatamos, no pretende moverse. 

El Presidente dejó de debatir. Si bien afirma que él solo debate con las organizaciones sociales, Chaparina es la dolorosa e impune prueba de que ya nadie está a su altura. El “mandar obedeciendo al pueblo” se convirtió en el “quieran o no quieran”, en el “sí o sí”; la violencia verbal ahora es marca de prepotencia y autoritarismo. El debate ha cedido su espacio a la “negociación”, entendida como el intercambio de favores que benefician a quienes la realizan. Latifundistas, empresarios, representantes de la Banca, de las transnacionales son los principales interlocutores de estas negociaciones. En contradicción con el proceso de cambio, las demandas de los sectores, sobre todo indígenas, han sido acalladas con amenazas, prebendas o, con el ánimo de deslegitimarlas y silenciarlas definitivamente, vía la creación de direcciones paralelas. El ministro Romero se ha convertido en el entusiasta operador de esas divisiones, y carga sobre sus espaldas el debilitamiento del movimiento indígena que, otrora, le brindó su confianza y le dio de comer por más de diez años.

El Presidente se ha encerrado en (su) Palacio. No cuentan sus visitas diarias a cada confín de nuestro territorio, ésas en las que entrega canchitas, una que otra aulita o coliseos, incluso obras de mayor envergadura. Los actos de entrega de obras, a los que sus ministros le llaman trabajo, han perdido su sentido de origen, de mantener la horizontalidad entre gobernantes y su pueblo; no son espacios de debate, de intercambio de ideas. Son una cínica estrategia de proselitismo sostenido; la puesta en escena del soliloquio gubernamental. 

Finalmente, Evo Morales no quiere debatir, porque los que se lo exigen son los opositores, todos ellos neoliberales. Personalmente, creo que el Presidente tiene razón; ¿qué se puede debatir entre iguales? Las últimas políticas aprobadas por su Gobierno, de corte extractivista, antiindígena, favorables a los privilegiados de siempre; los casos de corrupción, que comprometen al Vicepresidente, a sus ministros, senadores y diputados (sin nombrar a sus representantes regionales) le han quitado la autoridad moral para distinguirse de los políticos del pasado a los que fustiga en sus discursos. 

Por ello, si algún resto democrático le queda, debe debatir públicamente con el pueblo, con las organizaciones no prebendalizadas, con los dirigentes sociales que, en un acto de dignidad y consecuencia, se mantuvieron firmes, consecuentes, y prefirieron la persecución política y judicial.  ¿Se atreverá a debatir con Fernando Vargas?