Opinion

DEFENSOR
Surazo
Juan José Toro Montoya
Miércoles, 7 Junio, 2017 - 09:50

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La Defensoría del Pueblo es una institución cuyos orígenes se remontan a mandatos tan antiguos como el de los euthynoi de Atenas, los efloren de Esparta o el Tribunado de la Plebe de Roma.

Los tribunos de la plebe, que son los más conocidos, eran cargos que se crearon expresamente para defender a los plebeyos de los cónsules, senadores y patricios; es decir, de quienes representaban el poder en Roma. El sucesor del Tribunado de la Plebe fue el Defensor Civitatis cuya misión era proteger a los sectores de la población en condiciones económicas, jurídicas y sociales desfavorables; es decir, a los desvalidos frente al poder de los funcionarios o de los poderosos.

Siglos más tarde, a principios del XIX, Suecia creó la figura del Ombudsman como el de “un guardián designado por el Parlamento, con la misión de vigilar la forma en que los jueces y otros funcionarios cumplían las leyes”.

En todos los casos, y en todos países donde existe la figura, el Defensor del Pueblo es un funcionario que debe proteger a los ciudadanos comunes de los abusos de los poderes públicos.

Por eso es que fue un exabrupto que el presidente Evo Morales haya pedido, en mayo de 2010, que Rolando Villena, entonces posesionado como defensor del pueblo, defienda al gobierno porque, en su criterio, “el pueblo está en el gobierno”. No importa el origen popular de un mandatario porque, en el orden natural de las cosas, el pueblo es un conjunto de personas y, como todas esas personas no pueden gobernar a la vez, entonces se otorga a uno o algunos el mandato de gobernar en nombre de todos. Si, en un ejercicio mental forzado, se les asignaría a todos el mandato de gobernar, la horizontalidad haría desaparecer la figura del gobernante. Ergo, el pueblo jamás puede estar en el poder al que solo puede acceder uno de sus representantes.

Tan cuestionables fueron, entonces, las palabras de Morales como las del vicepresidente Álvaro García que criticó al entonces defensor cesante, Waldo Albarracín, por no haber defendido al Estado en momentos críticos.

Y es que ni Albarracín ni Villena tenían que defender al poder —o al Estado, en la curiosa interpretación de García— porque ellos sabían que su función era otra: proteger al ciudadano de a pie, al que no está en el poder. Esa visión es coherente con la Constitución Política del Estado que en sus artículos 218 y siguientes describen las funciones de la Defensoría del Pueblo pero en ninguna parte refieren que debe defender a los gobernantes.

Desgraciadamente, a los políticos bolivianos les importa un pepino el origen, naturaleza y objetivos de una institución tan meritoria porque su único interés es controlarla, como una plaza más.

Sánchez de Lozada quiso hacerlo cuando logró que Iván Zegada sea elegido en el Parlamento pese a las críticas de la ciudadanía. Finalmente, la presión social pudo más y el títere renunció al cargo. Pasó apenas en octubre de 2003 pero parece una época muy lejana.

Hoy en día, el defensor del pueblo no tiene rubor en defender al gobierno, admitirlo y hasta jactarse por ello.

Para justificar su actitud, afirma que “en otros países el Defensor del Pueblo inclusive tiene militancia partidaria” pero no refiere en cuáles. Por el contrario, todos los países que introdujeron la figura en sus constituciones las definen como alejadas del poder, con independencia partidaria, y con la tarea de defender los derechos humanos, los del ciudadano de a pie, no los de los gobernantes.

Lo que Goni no pudo conseguir con Iván Zegada lo logró Evo con David Tezanos.

Son, definitivamente, otros tiempos…

 

 

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.