TRADICIÓN
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El sabor como fe: Nieves Pareja y el conejo estirado del Corpus Christi

Iván Ramos - Periodismo que Cuenta

En Sucre, hay sabores que no se cocinan: se rezan. Y uno de esos se llama conejo estirado. No se prepara cualquier día. Solo el jueves de Corpus Christi, cuando el alma se viste de blanco y las calles huelen a incienso y a cocina vieja, la de barro, leña y paciencia.

Ahí está Nieves Pareja, de pie desde temprano en su pensión. Han pasado cuarenta años desde que su ahijada —Aniceta Flores, una chispa— le sembró la idea de preparar ese plato tan suyo y tan de todos. Desde entonces, Nieves no ha faltado un solo año a la cita. 

Cada conejo es criado y alimentado con esmero, y luego estirado con piedras pesadas, como si en ese rito se alargara también la memoria. Los sazona con condimentos que no se compran: se heredan. Los guarda como si fueran rosarios.

Servir ese plato es casi un acto litúrgico. En la mesa, el conejo estirado es el altar. Lo acompañan dos papas rellenas de queso, como si fueran guardianes. Cebolla ahogada, fideo tallarín, chuño phuti, y un carnaval de ensaladas que danzan entre colores y texturas. La tradición está servida. Y en la cocina, suena la vida: burbujean las sartenes, humean las ollas, se escucha el cuchicheo de los hijos que aprendieron que cocinar es amar sin decirlo.

Nieves no está sola. La familia entera le pone cuerpo a la devoción. Y es que en Sucre, cada fiesta tiene su plato, su santo, su sazón. El calendario religioso también se come: carnaval con sullka, Semana Santa con locro de zapallo y ají de arvejas, el 25 de mayo chorizo, el Corpus con conejo, maní y tablitas, el Todos Santos con mondongo, y la Navidad con picana. En el medio, hay días que no figuran en el calendario, pero que tienen sabor: como el domingo de cazuela de maní, el picante mixto, el saice sucrense.

La pensión “Nieves” no es un comedor: es una capilla del sabor. Para cada día hay un plato. Para cada plato, una historia. Y para cada historia, una mujer que recuerda con las manos.

Nieves Pareja no solo cocina. Ella cuida una tradición como quien cuida un fuego que no puede apagarse.

Y en ese fuego, Sucre se convierte —sin duda— en el centro gastronómico del país. Porque aquí comer es un acto de fe.