Bolivia entre ciclos mineros, contradicciones y oportunidades

Por: Alfredo Zaconeta Torrico

El trayecto de la historia de Bolivia siempre estuvo marcado por la explotación de algún mineral. Desde el descubrimiento de Porco, en 1538, con el que comenzó el ciclo de la plata, que se tradujo en el despojo de nuestros recursos, el sometimiento de nuestra gente y la riqueza de la colonia española. Este ciclo se extendió más allá de 1825, lograda nuestra independencia, por su importancia para la naciente República. Su vigencia se mantuvo hasta 1900 en manos de los capitales privados criollos de los denominados patriarcas de la plata: José Avelino Aramayo, Gregorio Pacheco y Aniceto Arce.

A partir de 1900 vino el auge del estaño, marcando el inicio de un nuevo ciclo, que sustituyó a la plata y que también estuvo dominado por el capital privado de los barones del estaño: Simón Patiño, Mauricio Hochschild y Carlos Víctor Aramayo, quienes, a objeto de expandir su capital y cuidar sus intereses, entablaron vínculos comerciales con capitales europeos y norteamericanos.

Por entonces la escalada en el precio del estaño se dio como efecto de la demanda internacional para atender los requerimientos de la naciente industria de la hojalata. Las exportaciones anuales de estaño crecieron de 9.739 Toneladas Métricas Finas (TMF), en 1900, a 33.654 TMF registradas en 1951. 

En 1952, el estaño continuó siendo el mineral protagonista de nuestra economía, pero desde el 31 de octubre tuvo como operador principal a la naciente minería estatal, a través de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL). Este ciclo, entre altibajos económicos y sociales, pudo sostenerse hasta 1986, cuando el Decreto Supremo (DS) 21060 dispuso el despido masivo de trabajadores y el cierre de sus principales minas en el occidente boliviano. Lo ponderable de este ciclo fue lograr la instalación de la fundición de estaño de Vinto en Oruro.

Con el fin del ciclo del estaño, a partir de 1990, vino el ciclo de los minerales complejos de plata, plomo y zinc, destacando este último. Con el ciclo del zinc, la minería volvió a manos del capital privado que, hasta la fecha, domina las principales operaciones mineras adjudicadas bajo las modalidades neoliberales denominadas “capitalización” o “privatización”. En 1990, el país produjo 103.849 TMF de zinc, que en valor representó $us 153 millones.

La producción nacional de zinc tuvo un despegue considerable en volumen y valor a partir de 2008, como efecto del inicio de operaciones de San Cristóbal; la producción nacional en esa gestión marcó 383.617 TMF y un valor de $us 708 millones. En el auge de su ciclo, en 2017, el zinc logró su mejor promedio con 527.206 TMF y un valor de $us 1.523 millones; sin embargo, pese a estas halagüeñas cifras hasta el momento no pudo consolidarse la instalación de una refinería de zinc.

La crisis de nuestra minería, a consecuencia de la caída internacional de precios registrada en la gestión 2019, fue complicada aún más por la llegada de la pandemia del COVID-19, que afectó a operadores mineros, particularmente a los productores de zinc, reduciendo la producción nacional de 2020 a 358.411 TMF y a un valor de $us 835 millones.

Cada uno de estos ciclos estuvo regido por factores políticos, sociales y económicos, entre aciertos, desaciertos y contradicciones, que complicaron el aprovechamiento de la renta minera y que, a través de esta, se lograra la tan anhelada industrialización de nuestros minerales o, al menos, el eslabón inicial de la fundición o refinación. Ambos ciclos dejaron ingratas experiencias y debates pendientes que permitieran planificar nuestra minería en el mediano y largo plazo; los debates nunca llegaron y embelesados por las escaladas de precios se dejaron pendientes su planificación y política que permita al Estado ser su actor principal.

Como efecto de la pandemia surge un inesperado repunte en los precios internacionales de los minerales, factor que devuelve a la minería su rol protagónico en la economía nacional, su incidencia en el empleo, sus efectos sociales y también su responsabilidad ambiental.

Nuestra minería, pese a los buenos precios, se encuentra sumergida en una crisis como resultado de una constante improvisación de las acciones del gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) en los últimos 15 años y de la inexistencia de una política minera integral. Estas acciones, lejos de fortificar una minería estatal -como tanto pregonaron-, solo lograron beneficiar al capital privado extranjero, manteniendo su condición privilegiada, que actualmente domina el 89,9% de la producción nacional; y al sector cooperativo que a 2020 domina el 47,5% del valor de producción minera en Bolivia.

La dependencia económica de esta actividad extractiva, en este nuevo ciclo, nos exige establecer prioridades y marcar una agenda que permita perfilar la minería deseada y superar nuestra condición de meros proveedores de materias primas. En esta línea, urge revisar el actual sistema tributario de la minería. Las actuales cotizaciones están lejos de los techos fijados por la Ley 535, promulgada por Evo Morales, que consolidó las cuestionadas alícuotas “neoliberales” establecidas por la ley de Gonzalo Sánchez de Lozada (Ley 1777).

Para una mejor comprensión a continuación detallamos las alícuotas para el cobro de regalías que promulgó el gobierno del MAS y su abismal distancia con las cotizaciones actuales de los minerales:

Los mayores perjudicados de esta contradicción son los municipios y las gobernaciones, ya que la Ley 535, en su artículo 227, establece que la regalía se distribuya en un 85% para el gobierno autónomo departamental productor y en un 15% para los gobiernos autónomos municipales productores. Además, del 85% de la regalía minera asignada a los gobiernos autónomos departamentales productores, cada gobernación debe destinar el 10% para actividades de prospección y exploración en su departamento, a cargo del Servicio Geológico Minero (SERGOEMIN). También, la misma norma establece que el presupuesto departamental, a cargo de la gobernación, garantizará los derechos de participación prioritaria de las naciones y los pueblos indígena originario campesinos de las regiones mineras en las que se exploten los recursos minerales.

Sin embargo, para aplicar esta normativa, el numeral III del artículo 229 de la Ley 535 señala: “…sujeto a norma específica”, norma que nunca se dispuso, por lo mismo, su aplicación fue ínfima.

Está por demás expuesto que la renta minera no se reinvirtió en labores de prospección y exploración de nuevos yacimientos, que hayan permitido diversificar nuestra minería de forma planificada y equilibrada en la convivencia ambiental con comunidades colindantes a las zonas mineras. 

En el caso del excedente que generó la minería estatal, solo sirvió para pagar bonos y no así para reinvertirlos en los mismos proyectos mineros, o que haya permitido lograr una diversificación productiva de zonas mineras, buscando hacerlas menos dependientes de esta actividad extractiva.

Por lo expuesto, asumimos que es enorme la extensión en la cadena de afectados por la baja recaudación de regalías y el excedente minero, a consecuencia de las contradicciones de la actual normativa minera.

Bolivia, en este nuevo ciclo minero, encuentra como oportunidad y actores estratégicos al oro y a los recursos evaporíticos, empero, ambos requieren normativas especiales que permitan lograr una política de aprovechamiento pleno, pero ¿cuál es el actual debate sobre estos recursos?

Alfredo Zaconeta es investigador del CEDLA