Hace unos días, en una consulta rutinaria con mi cardiólogo, surgió una conversación inesperada. Tras revisar mis tres décadas conviviendo con la diabetes, hablamos sobre la subida de precios, los candidatos y sus programas, y la sensación de incertidumbre que nos acompaña diariamente. De repente, el especialista comentó: "¿Sabías que el cerebro responde de manera distinta cuando actuamos por altruismo que cuando reaccionamos ante una amenaza? Nuestros candidatos no están actuando por altruismo; están buscando poder, y por eso no logran conectar con la gente".
Esa observación me hizo reflexionar sobre nuestra realidad. Desde la crisis político-social de 2019 y la dura experiencia de la pandemia, los bolivianos nos enfrentamos a noticias desalentadoras y a la expectativa de que las cosas empeoren. En 2022 presenciamos la cuestionada elección del Defensor del Pueblo; en 2023, la organización del Censo generó desconfianza por la falta de información y la improvisación. Las comisiones de la Asamblea Legislativa mostraron falta de responsabilidad e independencia al preseleccionar candidatos para las elecciones judiciales. En 2024, participamos en un censo con escasa capacitación para los voluntarios y en unas elecciones judiciales "parciales" —figura inexistente en la Constitución— sin conocer a los candidatos. Inmediatamente, nos vimos inmersos en un ambiente electoral marcado por la desconfianza, propuestas irresponsables de precandidatos y la preocupación por los riesgos que enfrentan las elecciones generales debido a la presencia de cinco magistrados auto prorrogados del Tribunal Constitucional Plurinacional. A pesar de todo, aún creemos que votar es la única forma pacífica de alternar gobernantes y esperar mejoras.
La situación es compleja: no confiamos en la capacidad del gobierno para mejorar las cosas; no confiamos en la oferta de los candidatos; tememos las acciones de los afines a Evo Morales contra el proceso electoral; y dudamos de que el Órgano Electoral pueda resistir los embates del Tribunal Constitucional y de la Asamblea Legislativa para garantizar elecciones transparentes el 17 de agosto.
¿Por qué no confiamos? La respuesta parece obvia, pero si profundizamos, la neurociencia ofrece una explicación. Cuando el cerebro percibe amenazas se activan estructuras como la amígdala cerebral, parte del sistema límbico, que regula emociones como el miedo y prepara al organismo para respuestas de lucha o huida. Mientras que el altruismo activa regiones relacionadas con la empatía y la recompensa.
En un entorno político polarizado como el que vivimos, con una severa crisis económica que reduce los salarios (para quienes aún los tienen), una crisis de salud que nos sensibiliza al ver a personas durmiendo en la calle por una ficha de atención, niños y jóvenes que ya no distinguen la ética en el día a día, actos de corrupción a gran y pequeña escala, instituciones debilitadas y el recuerdo vivo de lo que vivimos en 2019, es comprensible que los electores se sientan más amenazados que motivados a participar activamente.
Si además de todo, las instituciones que deberían protegernos generan desconfianza, el cerebro opta por la autopreservación, apagando el impulso de contribuir al bien común y adoptando actitudes defensivas. Pero no solo se apaga el impulso de ser altruista; también se afectan los niveles de atención y memoria, se exacerban las emociones, se nubla la razón y pueden surgir ansiedad y trastornos del sueño. Esto puede traducirse —como nos está pasando ahora— en una indiferencia individualista o en la búsqueda de otros espacios como la calle para canalizar sentimientos de enojo y rabia. “Biología pura”, dice mi especialista.
En el otro extremo está el comportamiento altruista que activa circuitos neuronales vinculados a la empatía y la recompensa, como el sistema de dopamina, que genera sensaciones de bienestar y satisfacción. Por ejemplo, un estudio de la Universidad de Zúrich, con colaboración de la Universidad de Lübeck, publicado en Nature Communications en 2017, demostró que las personas que realizan actos generosos experimentan una mayor felicidad, ya que estas acciones activan los circuitos de recompensa y empatía en el cerebro.
Con esta información, ¿cuán altruista puede ser la mayoría de ciudadanos en Bolivia? Y ¿qué se puede hacer para revertir lo que ahora sucede? ¿Cómo pueden las iniciativas ciudadanas generar interés en asuntos que involucran el bien común, especialmente entre los jóvenes? ¿Cómo podemos pedir una participación activa en estas elecciones si no hay confianza en ninguno de los actores? Las respuestas no son fáciles y empezar a responder implica reconocer que también existe otra crisis que normalmente no mencionamos: la crisis de valores que estamos viviendo. Pero claro, ¿cómo retomar una reflexión sobre valores en medio de una cola para conseguir gasolina, sin comida o un servicio higiénico cerca?
No sé si hemos tocado fondo. Pero sí sé que es fundamental detenernos un momento y pensar que es hora de buscar oportunidades para reconstruir la idea de una Bolivia viable y con posibilidades de mejorar; una Bolivia en la que las personas no se sientan amenazadas y tengan la oportunidad de practicar el altruismo, poniendo el bien común entre las metas más importantes. Una Bolivia en la que, más allá del impacto de las redes sociales y la tecnología, se retomen las conversaciones entre padres e hijos, entre jefes y empleados, entre urbanos y rurales, entre hombres y mujeres, de modo que el altruismo vuelva a existir y dé paso a un entorno más amigable que inhiba la amígdala cerebral y active las áreas de nuestro cerebro que nos impulsan a actuar por el bienestar colectivo.