Improperios

PROPUESTAS ELECTORALES

José Antonio Calasich

Consterna constatar que, luego de treinta dos años de democracia, la calidad de la actividad proselitista empeora más y más. El inspirar simpatías o antipatías continúa como su prioritario objetivo, convirtiendo lo eleccionario en motivo para estimular más impulsos y arrebatos que raciocinios y discernimientos.

Tal actitud empobrece las elecciones y la democracia, como también a la propia política en cuanto instrumento, práctica y espacio fundamental para el tratamiento y atención de las necesidades colectivas. Y al empobrecerla, impide que lo político sea un espacio orientado al bien público, convirtiéndolo en cobertura perfecta para el logro de fines sectarios e individuales.

Las causas para lo anterior son varias. Algunas inherentes a las carencias educativas y culturales de la sociedad boliviana, pero la mayoría a la insuficiencia y mediocridad de los partidos políticos, que son los encargados principales de elaborar propuestas relevantes que den a los electores oportunidades efectivas para mejorar su opinión y establecer con mayor acierto su elección.

En más de tres décadas de democracia, fueron pocos los partidos que ofrecieron a al elector algo más que eslóganes, furores y arengas de plazuela. Exceptuando el MNR en la elección de 1993 y su denominado “Plan de Todos” (que identificó prioridades más las prescripciones de acción correspondientes), todas las ofertas partidarias sólo fueron un batiburrillo de simplismos y generalidades ideológicas, obligando a que la personalidad y carisma de los candidatos sea el referente único para definir el voto.

Pero lo anterior no parece inquietar a nadie. Para la elección del próximo 12 de octubre otra vez se observa la ausencia de propuestas responsables y serias, de manera que el elector perderá una oportunidad inmejorable para reflexionar sobre la realidad actual del país, puesto que los verdaderos apremios políticos, sociales y económicos están fuera de toda consideración.

Institucionalidad como oferta

Dentro del contexto de frivolidad antes descrito, no deja de generar enojo que uno de los problemas estructurales que más daño provoca al país siga siendo considerado tan superficialmente. Dicho problema no es otro que la inadecuada, precaria e irrisoria institucionalidad estatal que padece Bolivia desde su fundación, el mismo que hoy está fuera de todo análisis y propuesta política de relevancia.

Son muy pocos los que reconocen que la ausencia de una institucionalidad apropiada del Estado boliviano hace infructuosa cualquier pretensión de cambio y transformación del país. Por más medidas de carácter progresista o conservador asumidas, la precariedad estatal siempre terminó, invariablemente, dando al traste a todo afán por hacer diferente a Bolivia.

Aunque algunos candidatos reconocen que un aparato estatal separado de caprichos y afanes coyunturales de gobernantes y burócratas —es decir, plenamente institucionalizado— posibilitaría avanzar en la solución efectiva de los endémicos problemas del país, ninguno propone puntualmente los instrumentos normativo-administrativos necesarios para tal propósito. Y sin dicha propuesta puntual, todo programa electoral se convierte en humo, en simple apariencia, mero simulacro.

Tal omisión causa extrañeza puesto que Juan del Granado, en sus dos gestiones edilicias, demostró ya el valor fundamental de una apropiada institucionalidad como condición previa a toda acción transformadora. Del Granado cambió la faz de la ciudad de La Paz sólo cuando hizo de la Alcaldía paceña una entidad institucionalmente efectiva. Fue ahí donde recién pudo emprender todos los proyectos que convirtieron a la urbe paceña en uno de los pocos municipios con más eficiencia y mayores logros en todas las áreas, sea en equipamiento, infraestructura y desarrollo humano.

Lamentablemente, lo demostrado por el ex alcalde paceño no es tomado en cuenta por nadie. Hace cinco años que Bolivia es un Estado Plurinacional, pero, en la práctica, poco de la escasa, vetusta e ineficaz institucionalidad del anterior Estado republicano cambió; en otras palabras, continúa el país en su habitual estructura estatal corrupta e inoperante, sólo que ahora mucho más desmejorada por los continuos desaciertos de varias de sus actuales autoridades.

En resumen, que el dotar de una institucionalidad apropiada no sea lo central en las propuestas de los que aspiran gobernar Bolivia, muestra su ligereza e inadecuada ponderación de las urgencias del país, a la par que advierte que las elecciones de octubre próximo podrían transformarse (como muchas de las anteriores) en otra oportunidad perdida para dotar al pueblo boliviano de un gobierno que marque, verdaderamente, la diferencia con el pasado. Preocupante.

icono-noticia: 

LOS CIUDADANOS TAMBIÉN SOMOS CULPABLES

José Antonio Calasich

Que las autoridades bolivianas hayan llegado a hacer lo que les plazca sin temor, sonrojo ni vergüenza (por más ultraje, bobada y desacierto que impliquen sus actos), expresa no sólo la tremenda fragilidad de la exigua institucionalidad estatal y democrática que aún subsiste en el país, sino también el verdadero talante de aquéllos que un día perjuraron hacer del acatamiento a las normas y del respeto pleno a la ciudadanía los rasgos de distinción su gestión con las de gobiernos pasados.

Lamentablemente todo resultó no sólo igual, sino peor. Casi todas las actuaciones de las actuales autoridades resultaran más burdas, desconsideradas y disparatadas que la de sus predecesores. Alcaldes, tribunos, fiscales, dignatariosy hasta primeros mandatarios proceden impávidos a toda clase de despropósitos, y extravagancias, rematadas, incluso, con indecorosos toqueteos y manoseos.

Llegado a ese punto, el deplorarlas actuaciones de los gobernantes es un equívoco, que sólo muestra la clara afición que tenemos los bolivianos de apuntar siempre al lado equivocado. El tener semejante pléyade de diletantes conspicuos del absurdo y la irresponsabilidad fungiendo de nuestras autoridades no es una causalidad o de mala suerte. Todos ellos están ahí por decisión nuestra.

Por tal motivo, corresponde empezar a redireccionar la crítica. Seguir descargando furores y desencantos contra el fútil y disparatado desempeño de los gobernantes no sólo es desacertado, sino injusto. Llevamos muchísimo tiempo (años, incluso décadas y siglos) desgañitando reproches contra ellos y la respuesta es un eterno retorno de lo idéntico.

Urge aceptar que los gobernantes, los que regentan la institucionalidad pública y estatal, no cayeron del cielo, no provienen de otro mundo. Todos salieron del pueblo, de nosotros mismos (especialmente los actuales). Son de la misma pasta de la que estamos hechos. Y fue nuestra decisión la que los ubicó ahí, de autoridades. Y como parte de nosotros, toda crítica a ellos debe incluirnos; es más, debe partir primero del cuestionamiento a nosotros mismos.

La negligencia, improvisación, mezquindad, carencia, superficialidad, inoperancia, mediocridad, malicia, ignorancia, intolerancia, arbitrariedad, embriaguezy torpeza que tanto rechazo e indignación suelen provocarnos los gobernantes son, en el fondo, hábitos consuetudinarios de gran parte de bolivianos y bolivianas, ejercidos en casi todos sus entornos (familiares, laborales, deportivos, urbanos, etcétera). Tales hábitos posibilitaron una cultura generalizada, que impregna a la sociedad boliviana de innumerables contradicciones y paradojas.

Asunto de idiosincrasia
Luego de haber intentando de todo, con gobiernos, modelos y ideologías de toda forma y color, con frustración se constata que poco o nada cambió en el país. Por tanto, es oportuno empezar a indagar dónde está el error, donde está el equívoco. Es claro queno podemos seguir así, sin dilucidar la incógnita. Obviamente, los fallos no pueden ser sólo de los gobernantes, de las autoridades. Somos nosotros también los causantes. Y nuestra culpa está encreer incautamente en las promesas de los candidatos, pero también en haber construido una idiosincrasia que hace infructuosa cualquier pretensión de cambio.

Es vital, impostergable, comenzar a mirarnos al espejo y reconocer y aceptar nuestros fallos, devaneos y desaciertos, ya que contribuyen a crear un entorno que materializa todo aquello que supuestamente deploramos y abominamos. Sin dicha mirada, no sólo la viga que está en nuestra vista se engrandece, sino que hace más grotesca nuestra impostura de criticar la paja en el ojo ajeno.

¿Cómo podemos fustigar al alcalde cruceño su repugnante machismo si poco o nada hemos hecho por suprimir el pavoroso patriarcado reinante, desde siempre, en nuestro país? Salvo reducidos y meritorios grupos de recalcitrantes y activistas, la mayoría social continúa impertérrita (incluso con alegatos justificatorios) ante el constante aumento de los abusos y violencias contra la mujer, al grado de ser Bolivia ya el segundo país de la región en casos de feminicidios.

¿Cómo podemos criticar a las autoridades su ligereza e indolencia si lo insustancial y lo insensible son actitudes habituales de bolivianos y bolivianas? Demuestra basta apelar a lo ocurrido en el último carnaval orureño donde público y bailarines vivieron momentos de zozobra ante la posible cancelación del jolgorio a raíz del fatal derrumbede una pasarela que lesionó y mató a varios, o la perversa indiferencia de folcloristas ante la muerte y dolor que ocasionaron con su danza y embriaguez en plena carretera al Desaguadero.

¿Cómo podemos reprochar las actitudes pendencierasy bravuconas del gobierno si los propios ciudadanos privilegiamos la confrontación y la descalificación al momento de tratar casi todas nuestras discrepancias? Rara vez optamos por el argumento y la deliberación, por el dialogo y el acuerdo, por querer escucharnos y respetarnos mutuamente. Es el agravio, el insulto, el sarcasmo, las actitudes predilectas que brindamos al que contradice nuestro punto de vista. Es así que la hostilidad (como cultura de convivencia) está presente por doquier: en el hogar, la familia, los amigos, el trabajo, la calle…

¿Como podemos recriminar al gobierno sus prácticas caudillistas, sensibleras y prebendales si los bolivianos y bolivianas somos tan gustosos de dejarnos llevar por las simpatías, antipatías y dádivas? Son muy pocos los ciudadanos en que los carismas, los regalitos fútiles, los discursos de plazuela, las frases hechas, no actúen como seductores efectivos. No es casual que en Bolivia personajes de gran demagogia y prebenda hayan tenido un lugar preferente en el corazoncito popular (Carlos Palenque, Max Fernández, Evo Morales, no son meras contingencias).

¿Cómo podemos condenar la engañosa y malintencionada propuesta de mapa electoral del Tribunal Supremo Electoral si el timo y la mala fe son actos tan frecuentes en el cotidiano de la gente? Es suficiente utilizar los servicios públicos de transporte o adquirir abastos en los mercados populares para ser víctima de usureros, especuladores, agiotistas, cuyos “tramiajes”, cobros excesivos y pesos adulterados desbaratan cualquier pretensión de cuidar la magra economía familiar.

Finalmente, ¿cómo podemos protestar de la tosquedad, incapacidad e ignorancia de las autoridades si la calidad, eficiencia y capacidad nunca fueron cualidades valoradas por la ciudadanía? Es sólo con improvisación, precariedad e intuición que los bolivianos y bolivianas solemos enfrentar casi todos nuestros retos y desafíos. Es por esto que nuestros logros y aciertos como país apenas pueden ser numerados con los dedos de una mano.

Ante tal situación, no nos queda más queaceptar que laexpresión de que “cada pueblo tiene el gobierno que merece” resulta seruno de los dichos más exactosy perfectos para entender la bolivianidad de la relación gobernantes-gobernados. Es por esté motivo, que nuestra sempiterna letanía de protestar contra los gobiernos de turno no sólo esun despropósito, sino una injusticia, una deshonestidad suprema.

icono-noticia: 

MEDIOS PÚBLICOS COMO URGENCIA 1

José Antonio Calasich

El acaparamiento de medios y el monopolio informativo son formas de distorsión y perversión comunicacional que expresan y resultan, al margen de intensiones y afanes encubiertos, de la fragilidad e insuficiencia doctrinal y conceptual en que se asienta y estructura todo el sistema mediático de una sociedad.

El sistema de medios boliviano está basado en un carácter bipolar de titularidad y manejo, donde lo estatal y lo privado (en sus modalidades comercial, comunitaria, gremial, institucional sin fines de lucro, etcétera) son sus únicos actores. Lamentablemente, tal titularidad, antes de generar contrapesos y equilibrios, ha producido una lógica pendular de complicidades en la desnaturalización comunicativa, convirtiéndola en una constante.

Junto al manejo de medios propios, el poder estatal está en condiciones de coaccionar y alienar medios privados a sus fines (ya que cuenta con todos los dispositivos y recursos necesarios para ello), mientras que éstos, al ser propiedad privada, actuará siempre, como es lógico, en concordancia a las conveniencias de sus propietarios. Al ser la libertad de expresión una de las máximas democráticas, no puede haber un mecanismo efectivo que asegure y obligue a que ambos titulares no actúen así, de manera que la indefensión comunicacional e informativa de la ciudadanía es una probabilidad cierta. 

Al ciudadano sólo le queda la esperanza que los direccionamientos comunicacionales e informativos no lleguen a extremos inadmisibles. Su única garantía es confiar que las tan mentadas regulación y autorregulación sean verdaderas y honestas y no meras declaraciones de buenas intensiones.

Un problema estructural

Así como Marx insistía que la miseria moral es consecuencia de la miseria material, y no viceversa, es perceptible que la desnaturalización y distorsión mediática está en la esencia del cómo se organiza y opera el sistema de medios. Llegado el momento, es poco lo que puede aportar la voluntad, idoneidad o formación profesional de los operadores, salvo mea culpas a posteriori de derramada la leche. Los escasos medios que tratan de marcar tonos diferentes en su labor, pronto son blanco de inevitables acosos, tanto económicos como políticos, obligándoles, a la postre, a optar por el alineamiento, la moderación o el ostracismo.

Que sólo dos sujetos/actores de los tres constitutivos del contexto social de la comunicación posean coeficiente emisor, en tanto que el tercero, vale decir el público, esté reducido a sólo recibir y espectar la acción orquestada por esos dos, introduce una deformación irreversible que hace inviable cualquier pretensión de equilibrio y ecuanimidad. En un sistema así, los sesgos y direccionamientos no son una eventualidad, sino una constante.

Hacia lo público

En la relación entre comunicación y sociedad, lo Estatal, lo privado y lo público son los tres actores, a la vez que ámbitos, de construcción de los sentidos sociales fundamentales. No sólo con los tres que se establece la posibilidad real de contrapesos efectivos, como también los parámetros necesarios para una acción medial equilibrada y armónica, sino que ellos producen los tres discursos sociales esenciales que posibilitan la vida en sociedad: uno, en relación al orden constituido (Estado); otro, en función del individuo en sí mismo (privado), y el tercero, en relación al conjunto social (público). 

Los tres discursos hacen la integralidad simbólica y de sentido de una sociedad, debiendo el sistema mediático estructurarse en concordancia a ello (lo que implica que cada uno tiene que tener su propia estructura de enunciación, es decir, sus propios medios de comunicación). Es evidente que en el país tal aspecto es totalmente ignorado, convirtiendo los déficits y contrariedades comunicacionales en una constante.

Pero aún hay más. Es con la dimensión pública (la actualmente ausente en el país) que se construye la piedra angular de todo el sistema medial de una sociedad. Es en ella donde se definen los límites y alcances de lo que puede y tiene que ser una labor mediática efectiva y congruente a las pretensiones ciudadanas de información y comunicación. Además, es en los medios públicos donde se construye los parámetros y referentes esenciales para todo el sistema mediático, obligando a operadores estatales, gubernamentales y privados a moderar su acción, incluso a resignar su propensión natural de hegemonía y acaparamiento.

(Tal aspecto es evidente en países europeos, donde los medios públicos contribuyeron a la existencia de una innegable y efectiva calidad mediática, puesto que sirvieron tanto de arquetipo para el conjunto de medios de comunicación, como de elemento de contención ante cualquier arbitrariedad estatal o exceso privado.) 

¿Qué son los medios públicos? 

En primer lugar, no son medios estatales ni gubernamentales, tampoco privados (comerciales, comunitarios, gremiales, institucionales). Los medios públicos son, antes que nada, estructuras mediáticas operadas por la heterogeneidad ciudadana, cuya diversidad y pluralidad es la que configura el sentido y funcionamiento institucional del medio.

Son medios donde los asuntos de interés común e inmediatos (los estrictamente vinculados a la cotidianidad de las personas) adquieren prioridad exclusiva y otorgan la razón de  existencia de tales medios. Es acá donde la responsabilidad y compromiso social dejan de ser una declaración de buena fe, para convertirse en la esencia del desempeño mediático. 

Es claro que el advenimiento de tales medios en el país obliga a una ardua labor que, al margen de concienciar a la sociedad sobre su necesidad e importancia, además de definir estrategias de creación y funcionamiento, exige el inicio de un amplio debate y reflexión sobre la relación entre comunicación y democracia en Bolivia, debate que no puede ser postergado por más tiempo.

icono-noticia: 

CONSERVADURISMO Y TRADICIONALISMO

José Antonio Calasich

Es una afrenta a los tiempos presentes, en especial a todo el adelanto científico, al desarrollo del pensamiento, al avance en materia de derechos humanos, a los logros arduamente obtenidos por las mujeres durante los últimos ciento cincuenta años, la negación dada a despenalizar al aborto por parte el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), cuya negación desdice su condición de ser una instancia de justicia de un Estado secular, moderno y democrático.

No puede ser que actitudes anacrónicas, plagadas de imprecisiones y supuestos, prevalezcan al momento de fijar los sentidos y alcances de los derechos de la gente. No puede ser que premisas que por siempre fundamentaron y avalaron el escamoteo de la libertad de las mujeres y la colonización de sus cuerpos hayan mantenido vigencia.

Pero la afrenta no acaba allí. Como si la ciudadanía padeciera de estupidez congénita, el TCP optó, a modo de graciosa concesión, eliminar la orden judicial para el aborto impune y sustituirla por la simple denuncia policial. Empero, con tal medida, lejos de contribuir a que las mujeres tengan alguna opción real de mitigar en algo la secuela de la violencia padecida las coloca ante escollos y riesgos mayores.

La denuncia no sólo las remite a instancias policiales que, por sus probadas “cualidades” (machismo, ignorancia, corrupción, ineficiencia) son peores que las judiciales, sino que las hace susceptibles de seguir padeciendo más acometidas y abusos. Además, la denuncia, en cuanto acusación, no exime de ser probada, aspecto que ubica a la víctima ante más engorros, incluso ante la eventualidad de que sea revertida en su contra.

Lo que resulta embustero, es que, al convertir en premisa constitucional la “vida desde la concepción”, el propio Artículo 266 del Código Penal (que posibilita el aborto impune) se hace susceptible de ser práctica y jurídicamente impracticable. Por más que la víctima esté muñida de su denuncia, la primacía de la constitución ahuyenta la existencia de cualquier instancia de aplicación y cumplimiento. Aparte de la “objeción de consciencia”, ahora la reticencia médica tiene a la propia CPE, posibilitando que cualquier tipo de interrupción del embarazo se torne jurídicamente imposible.

Es evidente que el país realizó un retroceso sin precedentes, no sólo en materia de derechos sexuales y derechos reproductivos, sino de los propios derechos humanos. Confirmando el patriarcado imperante, Bolivia se reafirma como sociedad arcaica e integrista. Otra vez los derechos de las mujeres fueron relegados por lógicas intolerantes, oscurantistas y absurdas.

Pero, lo que más consternación provoca son las pocas voces y reacciones efectivas producidas en contra por parte de la sociedad civil, demostrando que Bolivia, antes de estar en un proceso de cambio, está en franca reafirmación y profundización de su conservadurismo y tradicionalismo que tanto la lastima y atrasa. 

Tratamiento dogmático y medieval

“La vida comienza desde la concepción”, más que un enunciado científico o filosófico es un ideario místico, religioso y dogmático, toda vez que sus bases están sólo en la creencia, en la fe, en la superstición. Científicamente no hay prueba empírica que la avale, mucho menos filosóficamente, ya que el vivir resulta ser un fenómeno mucho más complejo y profundo que un simple existir.

Partiendo de la máxima cartesiana del cogito ergo sum (pienso luego existo), filosóficamente se puede decir que vida, especialmente la humana, es una fenomenología estrictamente vinculada al sentir y al pensar, de manera que la unión del espermatozoide y el óvulo es el punto de partida de un proceso conducente a la formación de una vida, mas no que sea aún vida en sí misma.

En embriología humana, el sentir (aunque todavía no de pensar) es posible luego de las primeras diez a doce semanas de gestación. Es en este lapso que el sistema nervioso alcanza su formación básica, lo mismo que surgen los órganos esenciales para la vida (si bien aún no desarrollados ni en funcionamiento). Y es el desarrollo y funcionamiento de los órganos (en especial del cerebro) que hacen al embrión un ser propiamente dicho, cuya fase culminante de formación es su nacimiento, luego de 38 ó 40 semanas de embarazo.

Por tanto, insistir que la vida comienza desde la concepción, es omitir engañosamente todo el proceso antes descrito, dejando sin considerar referentes ciertos e imprescindibles para entender la relación de vida y aborto sin los apasionamientos y enceguecimientos que sólo lo sitúan en un contexto de análisis y comprensión absolutamente medieval.

icono-noticia: 

SOBRE PERIODISMO Y LÓGICA GUBERNAMENTAL

Antonio Calasich

Una de las particularidades de la información periodística (como también de la científica) es su carácter circunstancial, provisorio, temporal. Nunca puede ser conclusiva o definitiva, como tampoco pretender serlo. Más que en sus grados de verdad, su valor está en los criterios y referentes con los que el periodista elabora el mensaje noticioso.

Verdad no es igual que realidad, y tal diferencia es importante para el periodismo, toda vez que su labor se estructura mucho más en torno a la primera. Verdad es una apreciación relativa, coyuntural y, ante todo, subjetiva de la siempre cambiante realidad, convirtiéndose en una pretensión de expresarla como concepto, idea y pensamiento, libre de ilusión, invención o fantasía. Realidad, en cambio, es lo que realmente existe en cuanto objeto, cosa, suceso, independientemente de la percepción que pueda provocar en el sujeto.

Entonces, esos criterios y referentes son relevantes por expresar la posición desde donde el periodista ve, asume y construye su versión de los hechos, confiriéndole el valor y legitimidad necesarias y suficientes como para merecer reconocimiento y consideración. Independientemente que sea correcta o errónea, genuina o deformada, positiva o negativa, tal versión es un punto de vista, que debe ser respetado y valorado, sobre todo en un régimen que pretende ser democrático.

Y es así, porque la realidad social está estructurada a partir de los variados y disímiles puntos de vista de las personas, los que definen sus formas de ser, actuar y pensar; por tanto, aceptar la realidad social, obliga a asumirlos y valorarlos, tanto por la diversidad y pluralidad que conllevan, como por el respeto y consideración que exigen. La descalificación, censura o condena, no sólo malogran la pretensión de acceder a tal realidad, sino que son una afrenta y agresión a la dignidad y condición humana de las personas.

Es cierto que el trabajo periodístico tiene que procurar incorporar la mayor cantidad posible de esos puntos de vista pero, aún así, no deja de ser una elaboración particular, puesto que la visión del periodista, por más amplia, equitativa y profesional que pretenda, siempre será un subjetivismo, el mismo que selecciona y determina los enfoques y sentidos con los que elabora un mensaje noticioso.

La veracidad en el trabajo periodístico, por tanto, no obliga a una relación de semejanza fiel y directa con la realidad sino, simplemente, ser una pretensión honesta y genuina de verdad derivada de los criterios particulares desde los que el periodista asume y expone los hechos sociales. Si un informador considera como relevante, intrascendente o pernicioso algún acontecimiento, se exige que tal percepción conlleve honestidad, integridad, sinceridad, transparencia, buena fe, conminándole a que sus sustentos estén también condicionados por tales valores.

Respecto a que si un periodista decide abocarse a enfocar sólo las contradicciones, errores, desaciertos de los hechos sociales y sus actores, tal decisión es plenamente lícita, válida y legítima, toda vez que constituye una manifestación y ejercicio pleno de sus derechos a la libertad de pensamiento y expresión (del que es beneficiario como cualquier otra persona, independientemente de su condición, oficio o profesión), no correspondiendo reproche, amonestación o censura alguna. Lo único que sí es exigible, en particular por la labor pública que efectúa, es que su acción sea veraz, vale decir, honesta y sincera.

En cuanto a la imparcialidad y el equilibrio, tampoco conlleva que el periodista se despoje de toda posición, adoptando una actitud neutral e indiferente ante los acontecimientos y sus protagonistas. Lo que se espera es que su postura, su punto de vista, no sea la única fuente, sustento y argumento para la realización de su trabajo, sino que también cuente con los respaldos empíricos necesarios que avalen sus juicios y pareceres. Es a esto que se denomina equilibrio en la labor periodística, donde percepción y respaldo estén siempre presentes como manifestación de un trabajo serio, responsable y profesional.

Volviendo al principio, es esencial insistir que todo mensaje periodístico no es absoluto y definitivo, cerrado y acabado. Siempre es susceptible a ser mejorado, rectificado, desechado, sustituido, puesto que el ámbito de donde emana y que pretende describir, vale decir, el social, es un espacio dinámico y complejo, siempre variable, alterable, además de contradictorio. Es por esto que el periodismo es y tiene que ser una labor cotidiana, donde la dinámica social sea constantemente reflejada.

Lamentablemente, son varias las personas, sobre todo en el gobierno de Evo Morales, que no asumen al trabajo periodístico bajo tales conceptos. Apegados a nociones erróneas, insuficientes y desfasadas, persisten en comprenderlo como una labor que, por principio, tiene que renunciar a cualquier forma de subjetividad, parcialidad, e intencionalidad, sin percatarse que tales exigencias no pueden ni deben darse (pero junto al apego a esas nociones, también está la doble moral gubernamental, que critica a los otros lo que impávidamente, y en dimensiones mayores, práctica desde su propio ámbito).

El resultado de tal desatino e indecencia es la generación de un contexto adverso, no sólo para periodistas, sino también para la sociedad. Las censuras implícitas y las restricciones explícitas a la labor informativa (adoptadas constantemente desde las esferas del poder), están configurando un escenario cada vez más disminuido y precario en materia de información, ocasionando mermas y retrocesos evidentes en el valor del periodismo en el país y en la calidad de la democracia boliviana y de sus instituciones. Preocupante.

icono-noticia: 

AGRAVIO IMPERIAL Y ANTIIMPERIALISMO

José Antonio Calasich

Europa demostró ser lo que siempre fue: la cuna de la soberbia, el menosprecio, la agresión. Lo que hicieron al presidente Morales no resulta extraño. No olvidemos que Francia no dudó en aliarse a Hitler en la persecución a judíos (Petain, sin casi espaviento alguno, adoptó las leyes racistas de Nuremberg tan pronto los nazis ocuparon su país). Con Mussolini y Franco, Italia y España dieron ejemplos paradigmáticos de cómo se puede ser un buen fascista; en tanto que Portugal, al perfeccionar el comercio de esclavos en los siglos XVII y XVIII, enseñó al mundo cuán infames pueden llegar a ser los humanos con su prójimo.

Pero América Latina, sobre todo Bolivia, demostró también ser lo que siempre fue: el espacio predilecto para la manifestación del lamento, la victimización, el resentimiento. Para muchos, el incidente del avión presidencial sólo es más del mismo colonialismo, sometimiento y desprecio con que Europa nos trata desde hace quinientos años y, en tal visión, el bloqueo y retención del presidente boliviano en Viena prueban que la arrogancia y los afanes imperiales europeos siguen vigentes e intactos.

Si bien la visión latinoamericana contiene sustentos irrefutables, es vano y ocioso persistir en ella. Lo ocurrido al presidente Morales tiene que mostrarnos, en especial a los bolivianos y bolivianas, lo mucho que nos falta por construir y desarrollarnos como sociedad, país y Estado, toda vez que nada parece impedir que otros se abstengan de inflingirnos un agravio como el cometido. Se constata que la igualdad y el respeto entre naciones son meras palabras, puesto que no nos evitaron semejante ofensa.

Pero las ofensas en contra nuestra no sólo proceden de Europa. Hace poco Chile no titubeó, ante un absurdo desliz cometido por la impericia de tres soldaditos nuestros, de maltratar nuestra dignidad como país. Brasil y Argentina suelen ser también lugares de donde proceden habituales noticias de desprecios xenofóbicos en contra integrantes de las numerosas colonias bolivianas allí existentes, llegando, incluso, a casos de homicidios.

El maltratar a nuestro presidente tiene que ser la gota que desbordó el vaso, debiéndonos obligar a algunas ineludibles y urgentes consideraciones internas. En primer lugar, es vital entender que el respeto que demandamos debe comenzar a ser trabajado dentro del país. Hasta el momento, los bolivianos y bolivianas nos hemos procurado una sociedad, un país, un Estado, signados por el irrespeto hacia nosotros mismos. Y el irrespeto es estructural, toda vez que buena parte de la institucionalidad existente, sea pública o privada, constituye una fuente perenne de las agresiones cotidianas que más nos ofenden y humillan.

En segundo lugar, es urgente advertir que respetarnos internamente sólo es posible a partir de una cohesión social apropiada. Nuestras inquinas y animosidades impiden que podamos valorarnos entre nosotros y, por ende, motivar a la propia valoración del país. Las divisiones únicamente nos debilitan y quebrantan y, en tal condición, es poco probable que generemos respetos y consideraciones externas. No trato de justificar la torpeza sufrida, sino simplemente explicarla a partir de hechos fácticos.

En tercer lugar, es esencial aceptar que la autodefinición de antiimperialista o anticolonialista no puede ser una simple peroración. Es fácil enfrentarse a imperios o colonialismos con sólo frases y eslóganes, con marchas y quemas de banderas, con alineamientos y membresías en grupos de países contestatarios. Ser antiimperialista o anticolonialista es muchísimo más que eso, puesto que no sólo es una actitud y compromiso, sino una acción concreta orientada a dotar al país de los medios e instrumentos que le aseguren autodeterminación e independencia plena.

Convertirse en verdadero antiimperialista o anticolonialista exige ser un eficaz y enérgico constructor de la fortaleza y autonomía de un país, otorgándole calidad y solidez institucional, mejoramiento y potenciación de su aparato productivo, extensión y consolidación de la cohesión social, renovación y desarrollo educativo y cultural, y, sobre todo, ampliación y perfección de su democracia.

Es absolutamente necesario comprender que el antiimperialismo y el anticolonialismo no es una lucha o proclama, sino una constante y meticulosa labor hacedora del respeto interno, que es, como fue indicado, la base en donde siempre germina el respeto externo.

icono-noticia: 

HACER BIEN LAS COSAS

José Antonio Calasich

A propósito de nuestros usuales traspiés futbolísticos, hay que decir que los buenos desempeños de un país en el área que fuera reflejan el valor e importancia otorgados al desarrollo humano de su población, así como la cultura de calidad y excelencia imperante. Tristemente, en Bolivia, estos factores contaron siempre con muy bajos niveles de relevancia y ponderación, al grado de hacer de la precariedad, improvisación y negligencia nuestros rasgos invariables, lo que, en buena parte, explica tanto nuestras perennes carencias como nuestros constantes fracasos en casi todo.

Entristece asumirlo, para así nomás parece ser. Se dice que Sergio Almaraz Paz, en su lecho de muerte, se cuestionó amargamente tal situación, preguntándose el por qué somos un pueblo vencido, el por qué fracasamos siempre en todo. Es claro que las respuestas a tan desgarradoras interrogantes están en nosotros, en lo que somos, es decir, en lo que pensamos y hacemos; en otras palabras, en nuestra idiosincrasia como país, como sociedad.

Lamentablemente, muchas de las condiciones esenciales que permiten resultados satisfactorios son ajenas al carácter del país, a su forma pensar, sentir y actuar. Planificación, disciplina y constancia, junto a la precisión, rigor y cuidado, suelen no ser muy apreciados y requeridos, puesto que no son coincidentes con los usuales modos que tenemos los bolivianos y bolivianas de comprender y actuar en nuestra realidad.

Por nuestra idiosincrasia, el temperamento boliviano es proclive a poner los énfasis en la dilucidación de nuestra realidad lejos de nosotros mismos. La pobreza, postergación y fracasos de Bolivia son resultado, casi invariable, de la acción de fuerzas externas e internas que estropearon y estropean nuestro éxito, desarrollo y bienestar. Conquista española, colonialismo, imperialismos de diferente índole, gobiernos entreguistas, oligarquías, neoliberales, vende patrias, son los culpables de nuestros infortunios, convirtiendo al grueso de bolivianos y bolivianas en sus víctimas invariables.

Todo nuestro temperamento nacional (desgraciadamente, estructurado más en mitos que en realidades) sustenta a esa victimización. Antes de formarnos en hacer las cosas correctamente, con dedicación, meticulosidad, innovación, aprendemos, como buenas víctimas, a buscar culpables y, por ende, al persistente intento de revertir el status quo. Tal vez por esto es que somos tan afectos al amotinamiento, a lo revolucionario, a la constante acción insurreccional y transformadora. Apegados a ese carácter, siempre aflora nuestra predisposición a la rebeldía, a la inmediatez, a los discursos radicales, a la movilización, a la ruptura, a la lucha hasta las últimas consecuencias.

Y claro, con tal actitud, el país es pasto de la inestabilidad permanente, donde la oportunidad de hacer las cosas bien resulta casi imposible, puesto que perseverancia, continuidad y entendimiento mutuo (condiciones fundamentales para un adecuado hacer) son impracticables. Son muy pocos los que entienden que actuar apropiadamente para obtener resultados efectivos sólo es producto de la continua mejora de lo existente, no de su constante cambio.

Es interesante constatar que los países con más logros y éxitos son los que menos revoluciones sociales realizan, los que menos procesos de cambio inauguran, los que menos luchas hasta las últimas consecuencias efectúan. Son sociedades donde, poco a poco, de manera progresiva y calmada, van solucionando sus problemas y alcanzando realizaciones. Además, son pueblos abocados a la construcción permanentemente una cultura de hacer bien las cosas, de convertir a la calidad y la excelencia en sus características nacionales.

Obviamente, son sociedades donde el sentido de victimización no tiene mucha cabida, a pesar de haber sido, incluso, arrasadas. Son comunidades donde el énfasis está puesto en el presente y futuro, en sus habitantes, en la posibilidad de profundizar su cohesión, a la par de mejorar sus habilidades y conocimientos. Son países donde, antes de “botar a todos”, de renegar de su historia, de reemplazar lo viejo por lo nuevo, de practicar castigos y venganzas, de cambiar al DT, apuestan por mejorar lo que existe, por identificar y emendar errores e imperfecciones, por apoyar iniciativas, por aprovechar oportunidades, por conocer y proyectar.

Es claro que son sociedades con una idiosincrasia diametralmente distinta a la nuestra que, para nuestro pesar, parece que estamos, cada día, más y más lejos de poder replicarlas. Lástima.

icono-noticia: 

DEMOCRACIA, MILITARES Y DERECHOS HUMANOS

José Antonio Calasich

Provoca asombro y consternación oír a una primera autoridad de un Estado democrático relativizar la importancia y valor de los Derechos Humanos, afirmando que éstos no pueden perturbar el eficaz cumplimiento de los propósitos institucionales, sobre todo de las fuerzas armadas. Más allá de ser mera anécdota, tal actitud evidencia el total desentono e incongruencia de esa autoridad con el rol y función que está obligado a cumplir como gobernante democrático, así como su insuficiencia en la comprensión y ponderación de esos derechos, cuyo cumplimiento y garantía son los fines superiores de dicho Estado.

Los Estados democráticos modernos son los que se estructuran en relación a la obediencia y acatamiento pleno de los Derechos Humanos, convirtiendo a éstos en el centro y guía de todos sus desempeños. Gobernar democráticamente es, antes que nada, cumplir con esos derechos, contribuyendo a que cada uno de ellos tengan un sustento institucional y operativo reales y plenamente consolidados en la sociedad.

Las instituciones de los Estados democráticos, incluidas las armadas, no pueden quedar exentas de ese acatamiento. Es más, sus objetivos y funciones institucionales se estructuran en la consecución del fin estatal indicado. En cuanto a lo militar, las propias doctrinas castrenses de formación de los ejércitos en esos Estados no pueden omitir el respeto a los derechos humanos. Sus políticas de reclutamiento, instrucción y operación, tanto en tiempos de paz como de guerra, se fundamentan en su plena observancia.

Instalaciones y medios apropiados, métodos y técnicas de instrucción convenientes, alimentación y vestimenta adecuadas y, ante todo, absoluto respeto a la dignidad de las tropas, son los componentes del marco de acción en el que operan los ejércitos de las democracias. Todo abuso y violación a los derechos humanos deben y tienen que ser inmediata y ejemplarmente sancionados, tanto por principio como por política.

Por principio, en cuanto al ser ejército de un Estado democrático, su finalidad es defenderlo y preservarlo en cuanto tal, lo que significa que los fines y propósitos de ese Estado no pueden ser ajenos a su doctrina. Por política, en cuanto institución armada, sus miembros deben ser absolutamente disciplinados en la observancia de las tales derechos, caso contrario constituirían una potencial amenaza para la sociedad y el propio Estado.

Además, el aminorar el respeto a los derechos humanos en los cuarteles no eleva la calidad y destreza militar. Los ejércitos modernos logran su eficiencia del orden siguiente de factores: calidad del equipo, óptima destreza en su manejo, excelente profesionalidad de sus mandos, buena preparación física y psicológica de la tropa (no resultante, claro está, de maltratos y agresiones), y oportuna capacitación sobre reglas y normas relativas al comportamiento militar en tiempos de paz y de guerra (donde los derechos mencionados son materia obligada); en otras palabras, la habilidad castrense proviene de tecnología y apropiado conocimiento técnico, táctico y normativo, de manera que no es necesario “sacar la infundia” a los efectivos para convertirlos en buenos soldados.

Pero más allá de ejércitos e instrucción militar, lo pronunciado por el presidente Morales es mucho más que uno de los muchos exabruptos a los que tiene acostumbradas a sus audiencias. Al menospreciar a los Derechos Humanos puso en evidencia su desencuentro con la propia dimensión ética y operacional del Estado Plurinacional instaurado en 2010, toda vez que éste se funda como consecuencia de la exigencia social de que los derechos de las personas, de los pueblos, de las comunidades sean respetados, que sus derechos humanos nunca más sean ignorados y menospreciados.

Sin embargo, el desatino aún va más allá. Semejante alocución no fue dada a correligionarios cocaleros o acólitos masistas, sino, nada menos, ¡a miembros de las fuerzas armadas! Como antes señalé, son éstos los que deben ser más rigurosamente adheridos a la observancia plena de los Derechos Humanos. Si un ejército es aleccionado a hacer caso omiso de tales derechos, es colocar una bomba en la base misma de la democracia, siendo cuestión de tiempo su detonación.

Lo dicho por el presidente no sólo extraña y confunde, sino que asusta y preocupa. Me pregunto si habrá sido consciente de lo que decía, o simplemente fue un desliz más. Es perentorio que Evo Morales asuma, de una vez por todas, que el ejército del Estado Plurinacional de Bolivia es un ejército de un Estado democrático, no de una dictadura o totalitarismo.

Espero que el yerro cometido por el mandatario pueda ser revertido no con otro de sus discursos, sino con acciones concretas que demuestren que él es la cabeza de un régimen capaz de construir una democracia verdadera mediante la promoción e incondicional respeto a los Derechos Humanos.

icono-noticia: 

CONFLICTOS, INTRANSIGENCIAS Y RIQUEZA

José Antonio Calasich

El sistema de rentas y pensiones de un país es expresión directa de su aparato productivo, toda vez que de él vive y se nutre. Todo problema y carencia en tal sistema, sólo refleja problemas y carencias de ese aparato, de manera que las soluciones sólo pueden estar en éste. Lamentablemente, tal consideración parece que está alejada de la comprensión, argumentación y prioridad de autoridades y trabajadores, convirtiendo el entuerto en que se encuentran en un callejón sin salida.

Tienen razón los trabajadores al reclamar mejoras sustanciales para las rentas de jubilación. Tiene razón el gobierno en su negativa a atender favorablemente tal reclamo. Y es por tales razones que se puede concluir que la solución al problema está más allá de las visiones y posiciones de las partes enfrentadas. Sin embargo, ¿cómo lograr que el eje de los puntos de vista vire hacia otros ángulos, donde puedan ser perceptibles las auténticas causas en que se origina el conflicto?

Es fundamental asumir, de una vez por todas, que la pobreza en el país no se origina tanto en la mala distribución de la riqueza, sino, casi exclusivamente, en su incipiente y rudimentaria capacidad de producirla. También es vital reconocer que nuestra precariedad económica tampoco proviene de políticas entreguistas o de saqueos sistemáticos a nuestro patrimonio, sino de la imposibilidad estructural de darle a los recursos naturales valor agregado; en consecuencia, todo lo que se pueda hacer siempre será siempre insuficiente, limitado y exiguo ante las necesidades crecientes.

No dar valor agregado a los recursos naturales no sólo es invalidar su potencial económico, sino provocar efectos adversos, puesto que se pierde la capacidad multiplicatoria de su propio valor, obligando a que las necesidades crecientes de los trabajadores y sus familias (derivadas como consecuencia de la realización del propio trabajo efectuado) comiencen a sobrepasar, paulatinamente, los niveles de ingreso logrados por la explotación de dichos recursos, motivando a un empobrecimiento sostenido e irreversible.

Llegado a ese momento, la única explicación plausible (aunque no real) de la penuria no es otra que atribuirla a injusticias distributivas, malversaciones, engaños, entreguismo, mala fe gubernamental, dominio imperial, neoliberalismo, etcétera, etcétera. Y claro, con tales argumentos, la conflictividad está dada, haciéndose insoluble por sostenerse en fundamentos equivocados, donde, a lo mucho, sólo motiva salidas transitorias que inducen el advenimiento de conflictos más intensos que revierten, a la larga, el orden establecido, reemplazándolo por otro donde todo comienza de nuevo.

Y es esa la historia de Bolivia, donde los conflictos sociales (que casi siempre llegan a su paroxismo) nunca solucionan nada. Y no lo hacen porque las disputas, las reyertas, las luchas hasta las últimas consecuencias, nunca están orientadas a  responder el problema de fondo, vale decir, a desarrollar la insipiente capacidad productiva. La pobreza del país no será revertida obligando a los gobiernos a mejoras salariales, incremento de rentas o a una distribución más equitativa de la riqueza, sino a la adopción de medidas que permitan generarla, crearla, producirla.

Es fundamental, vital, cambiar las agendas de la pelea, pero, sobre todo, el imaginario social del propio conflicto. No es posible someter al país a constantes zozobras donde todo termina no sólo en lo mismo, sino empeorando aún más la precaria situación de la gente. Desde casi siempre, año tras año, y sea el gobierno que fuere, la opción es la “lucha valerosa e inclaudicable” muñida de un único libreto: obligar al gobierno “hambreador, entreguista e insensible” a aceptar las “justas demandas del pueblo movilizado”.

Y la tozudez “luchadora” e “insurgente” de los bolivianos y bolivianas es tal que, incluso, nos lleva a asumirnos como pueblo indómito, revolucionario y luchador, ejemplo de rebeldía continental. Pero la realidad es menos heroica y mucho más prosaica: no pasamos de ser el país más carente e inestable del continente, con una pobreza estructural que parece ya irreversible, donde las incontables jornadas de lucha reivindicativa no alteraron en mucho esta triste condición (es más, por sus resultados, sólo fueron una inútil y peligrosa falacia).

Ahora que parece que concluyó el último conflicto social, sólo cabe prepararse para el siguiente; sin embargo, si se quiere romper con la sempiterna historia, es momento de comenzar a introducir una nueva causa que, en algo, motive a que las movilizaciones venideras la incorporen entre sus “intransigencias”: la urgencia por convertir al país en productor de riqueza, donde la productividad, desarrollo industrial y competitividad sean los nuevos temas que origen movilizaciones, altercados y luchas hasta las últimas consecuencias.

icono-noticia: 

CLEVELAND, VIOLENCIA HACIA LA MUJER Y MEDIOS

José Antonio Calasich

Las monstruosidades y sus monstruos no suelen surgir de la nada. Son producto de un estado de cosas que, cuando apenas surge la oportunidad, se manifiestan con toda su violencia y pavor. Siempre están ahí, latentes y agazapados en las usanzas, costumbres e indiferencias sociales, aguardando el momento para, nuevamente, sorprender, lastimar y matar.

Lo hecho por el “secuestrador de Cleveland” no resulta primicial. El apropiarse, subyugar y ultrajar mujeres, sea sutil o manifiestamente, no son prácticas infrecuentes. Estuvieron presentes desde casi siempre, incluso estimuladas en aquéllas sociedades donde las indolencias, prejuicios, y oscurantismos ancestrales se convierten en esencias invariables (basta observar a las sociedades islámicas en su trato a las mujeres).

El mundo es ya escenario global de miles de desapariciones diarias de niñas, adolescentes, jóvenes y adultas. Sólo muy pocas reaparecen con vida, muchas otras muertas, pero la gran mayoría permanecen y permanecerán desaparecidas por siempre, seguramente convertidas en víctimas anónimas de feroces conflictos bélicos, masacres espantosas cometidas por sicarios del crimen organizado, por narcotraficantes, traficantes de sexo y, claro está, por el machismo exacerbado de la violencia doméstica.

Conforme a datos proporcionados por organizaciones vinculadas a la lucha contra la desaparición de mujeres, la cifra actual de las “demográficamente desaparecidas” en el mundo está entre los 100 a los 300 millones, lo que constituye un atroz y bestial crimen de lesa humanidad, que convierte al Holocausto nazi en un mero simulacro. Es tan elevada la cantidad de mujeres que sufren este horror, que las muertes ocurridas en las dos conflagraciones mundiales, junto a las de las guerras de Corea, Vietnam, Medio Oriente, Yugoslavia y las luchas de descolonización de África no logran, ni por asomo, acercarse a la cifra de mujeres víctimas de uno de los crímenes más atroces que pueda darse contra ser humano alguno.

Es claro que tal situación es resultado de la presencia de un conjunto de factores que, a modo de explosiva mezcla, crean condiciones inmejorables para que miles de mujeres desaparezcan todos los días. La existencia de primitivas concepciones culturales en muchos pueblos, a las que se suman monstruosas prácticas delincuenciales (que se mantienen imperturbables por la indiferencia, inoperancia y corrupción de la mayoría de los Estados), han originado una orgía de violencia, sufrimiento y muerte de féminas, donde nadie asume responsabilidad ante tal genocidio, mejor dicho generocido, de dimensión planetaria.

Por tales aspectos, Ariel Castro no hizo nada novedoso. Si bien fueron diez años de secuestro, vejámenes y torturas a tres mujeres, la forma y estilo son los habituales, toda vez que la violencia a la mujer en la sociedad patriarcal es una constante, donde el peligro a su vida, libertad y dignidad están ya tan normalizados que sólo suelen, de vez en cuando, provocar algún efímero sobresalto por la acción mediática, que acostumbra convertir todo en atractivo espectáculo.

Y es, precisamente, esa manera de cómo la gente conoce la violencia hacia las mujeres lo que genera desánimos. En la mayoría de las sociedades, las agendas periodísticas apenas tienen espacio para el asunto. Sólo cuando el grado de la truculencia sobrepasa lo frecuente, el tema adquiere notoriedad, motivando reacciones de gobernantes, instituciones y ciudadanos. Es cuando el ambiente se colma de iras insondables, decididas adherencias y rimbombantes pronunciamientos. Pero, más pronto que tarde, todo se desvanece. A los pocos días la indignación por lo acontecido se disipa, volviendo todo a lo habitual. Y es aquí que la violencia contra la mujer inicia su eterno retorno.

Es la inmediatez informativa de los medios de comunicación la que más contribuye a que todo el estado de cosas descritas sea inalterable. Al momento de escribir este artículo, el caso del Secuestrador de Cleveland prácticamente había desaparecido de los noticiarios, incluso norteamericanos. Si tal suceso tan reciente se esfumó ya, es lógico que el asesinato de la periodista Hanalí Huaycho o la desaparición de la joven Zarlet Clavijo –por citar tan sólo dos casos– se hayan convertido en meras anécdotas.

Al hacer inconstante la atención pública, la sensibilización de la gente se debilita, de manera que la agresión hacia las mujeres puede guarecerse convenientemente. El discontinuo tratamiento mediático transforma la violencia constante en ocasional, su dimensión social en personal (incluso con visos policiales o psicológicos), y la urgencia de su reversión en tarea accesoria; por tanto, la lucha contra ella obliga a una nueva y prioritaria tarea: más allá de seguir exigiendo acciones concretas a los Estados, debe introducirse cambios radicales en la percepción de los públicos, donde los medios deben realizar la labor central.

Es inadmisible que la actual futilidad informativa continúe, que siga difundiendo y divulgando un hecho tan atroz para la humanidad. Es hora de cambiar el actual modelo informacional, puesto que sólo una sociedad adecuadamente informada, concienciada y sensibilizada podrá erradicar la ignominia de la violencia hacia las mujeres. Los medios están obligados a dicho cambio, puesto que tienen muchas cuentas pendientes con la vida, dignidad y seguridad de las mujeres, toda vez que transformaron en mero entretenimiento mediático los constantes asesinatos, agresiones y padecimientos femeninos.

icono-noticia: 

Páginas