CHUQUISACA
Título: 

María Fernanda, la voz de un corazón que late en el agua

Iván Ramos - Periodismo que Cuenta

Cuando el día aún no despierta, cuando la ciudad entera duerme bajo el frío de Sucre, María Fernanda Rodríguez Vera ya está de pie. Son las cuatro de la mañana y, mientras muchos siguen soñando, ella acomoda su mochila: libros y cuadernos en orden, uniforme listo, y al lado, el gorro y los lentes de natación. 

A las cinco ya está sumergida en el agua, y mientras el mundo gira lento, ella corta la superficie con brazadas firmes. Su jornada empieza en la piscina, siempre en silencio, siempre disciplinada.

Tiene 17 años y cursa el último año de secundaria en el colegio Santa Ana. Pero también carga un título que la hace distinta: es campeona boliviana de natación en aguas abiertas, la especialidad que exige nadar en ríos, lagos o mares, enfrentarse a corrientes, vientos, y a la incertidumbre de lo natural. En su categoría, los 17 años, la prueba oficial son 7,5 kilómetros: una distancia que exige resistencia física, concentración y coraje.

—No veo a las demás como rivales —dice, con esa serenidad que contrasta con la dureza de su entrenamiento—. Compito contra mí misma, contra mis propios tiempos.

Su historia en el agua empezó cuando tenía seis años. Fueron sus entrenadores quienes vieron un talento escondido en aquella niña competitiva, incapaz de tolerar la derrota. Ignacio Cervantes y Wilder Carreño, del Club Náutico de Sucre, se encargaron de afilar la disciplina que hoy la sostiene. “Cada reto cumplido era subir la vara”, recuerda. Y ella, que no aceptaba perder, siempre quiso saltar más alto.

Pero detrás de esa exigencia, hay una historia íntima. María Fernanda aprendió que nadar no solo era competir, sino también resistir. A los 15 años perdió a su padre, Jorge Rodríguez Barrero. Fue un golpe que parecía imposible de digerir, pero halló refugio en la piscina. “Me aferré al agua como si fuera la única manera de calmar la ansiedad”, confiesa. Y su madre, María René Vera, lo resume con orgullo y un dejo de ternura:

—La admiro porque, pese a esa ausencia, nunca dejó de nadar.

La familia ha sido su equipo más sólido. Su madre organizó kermeses, colectas y viajes, puso hombro y corazón para financiar competencias dentro y fuera del país. Su hermana mayor, Berenise, y su hermano Jorge han sido cómplices logísticos, compañeros de vida y soporte emocional. María Fernanda lo dice sin titubeos: “Si llegué aquí, es gracias a ellos”.

La pandemia fue otro obstáculo brutal. Con las piscinas cerradas, entrenaba en casa con ejercicios físicos, pero la frustración se acumulaba. “Los rendimientos se igualaron hacia abajo”, recuerda. Aun así, aprendió lo que sus entrenadores repiten siempre: una derrota no es un fracaso, sino una lección.

Hoy, a las puertas del Sudamericano de natación en Brasil, su presente late con esperanza. Hace poco representó a Bolivia en el Mundial Absoluto de Doha, Qatar, donde enfrentó a los mejores del mundo, y también participó en el Mundial Junior de Alguero, Italia, demostrando que su talento y disciplina no conocen fronteras.

Ahora prepara la bandera para izarla y verla ondear en Río de Janeiro. La acaricia como si fuera parte de su piel. Sabe que en cada zambullida no nada sola: la acompaña la memoria de su padre, la fuerza de su madre, el aliento de sus hermanos, y un país entero que encuentra en ella un símbolo de resistencia y disciplina.

María Fernanda sueña en grande, pero no deja de lado la realidad: quiere estudiar medicina, acomodar horarios, rendir en clases y seguir entrenando. Quiere salvar vidas desde un quirófano sin dejar de conquistar aguas abiertas. Se mueve entre dos mundos —el académico y el deportivo— con la misma disciplina con la que madruga cada día.

En aguas abiertas no hay carriles ni muros que marquen el límite. El horizonte es libre, incierto, y a veces hostil. María Fernanda lo sabe. Pero en ese mar que parece infinito, ha aprendido a nadar contra todo: el cansancio, la tristeza, la soledad y el tiempo. Allí encuentra calma, propósito y fuerza.

Y cuando el sol de Brasil se refleje en el agua, cada brazada suya será un grito silencioso: el de una muchacha que eligió no rendirse y que, a cada metro recorrido, nos recuerda que nadar también es una forma de vivir. Porque en cada brazada de María Fernanda late una victoria personal y colectiva, la de una campeona que aprendió que incluso contra la ausencia se puede nadar.