Waldo Gómez Reintsch - Fundación Jubileo
La agricultura en Bolivia no es solo sembrar y cosechar. Es historia viva, es cultura, es identidad. Es el trabajo diario de millones de familias que viven en el campo, y es también el origen de los alimentos que llegan a nuestras mesas.
Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), el año 2014 se exportaron 514 millones de dólares, y hasta julio de 2025 alrededor de 272 millones, en productos agropecuarios, como soya, girasol, quinua, castaña, maíz y otros; que no solo generaron ingresos, sino que también nos conectan con el mundo. Pero detrás de estos números hay otra realidad, menos visible y preocupante.
Según Fundación Tierra, en su publicación “Incendios forestales 2024: Tras las huellas del fuego”, 12,6 millones de hectáreas fueron quemadas en 2024, marcando un récord histórico. Fue el departamento de Santa Cruz que concentró 68 % del daño total, afectando especialmente áreas protegidas, territorios indígenas y zonas agrícolas. Así mismo, la mayoría de los incendios fueron intencionados, provocados por quemas ilegales para expansión agrícola y ganadera; así como una débil fiscalización estatal y una expansión descontrolada de monocultivos como factores agravantes.
Esta pérdida, impulsada principalmente por la expansión de la agricultura industrial, no solo significa menos árboles, significa hábitats destruidos, ciclos de agua rotos, carbono liberado al aire y comunidades enteras que quedan vulnerables porque dependen de esos ecosistemas para vivir.
La agricultura industrial, concentrada en los departamentos de Santa Cruz y Beni, está basada principalmente en monocultivos intensivos y en el uso masivo de agroquímicos.
Por otra parte, durante 2024, Bolivia importó aproximadamente 267 millones de dólares en plaguicidas, de acuerdo con datos de la Asociación de Insumos Agropecuarios (APIA), el Servicio Nacional de Sanidad Agropecuaria e Inocuidad Alimentaria (Senasag) y la Asociación Boliviana de Proveedores de Insumos, Bienes y Servicios Agrícolas y Pecuarios (Aprisa); según el siguiente desglose: herbicidas (43 %), insecticidas (31 %) y fungicidas (19 %).
Aunque estos químicos combaten plagas, también dejan huellas silenciosas en la salud de quienes los aplican y de quienes consumen los productos: enfermedades respiratorias, daños neurológicos e incluso cáncer. Nada de esto aparece en los balances económicos.
Además, este modelo desplaza a los pequeños productores, debilitando formas de agricultura tradicional que no solo alimentan, sino que también conservan saberes ancestrales, fortalecen comunidades y respetan los ritmos de la tierra. Cuando estas familias pierden sus tierras, el daño no es solo económico, es humano, es cultural.
Existen alternativas como la agroecología, la agricultura diversificada y la agroforestería que son modelos probados, más resilientes, que cuidan el suelo, protegen el agua y fomentan la biodiversidad; pero reciben muy poco apoyo; mientras tanto, la agricultura industrial sigue recibiendo subsidios, mercados asegurados y respaldo político.
Entonces, ¿cuánto nos cuesta realmente este modelo?, ¿qué valor tiene un bosque perdido, un suelo erosionado, una vida afectada por pesticidas?, ¿cuánto pagaremos mañana por lo que hoy decidimos ignorar?
Estas preguntas no son solo para profesionales o expertos, sino para todos, y de urgente atención. Si no empezamos a determinar los costos ocultos –y también los beneficios invisibles-, seguiremos tomando decisiones a ciegas, priorizando el corto plazo sobre el bienestar de quienes vienen después.
Estamos en una encrucijada, podemos continuar con un modelo que produce hoy, pero destruye mañana, o podemos construir un sistema agroalimentario que combine productividad con sostenibilidad, rentabilidad con salud pública y eficiencia con dignidad.
Los precios que no vemos en los mercados –la pérdida de biodiversidad, la contaminación del agua, el salud y sufrimiento humano- son demasiado altos para seguir ignorándolos. Reconocerlos es el primer paso para debatir seriamente qué tipo de agricultura queremos y qué país esperamos sembrar.
La agricultura debería garantizar vida, salud y dignidad para todos los bolivianos. No podemos seguir sembrando sobre suelos agotados ni cosechando sobre modelos que excluyen. El futuro exige una mirada más amplia, más consciente y más humana.
Sembrar futuro no es producir más, es producir mejor. Es cuidar lo que tenemos para que también lo tengan quienes vienen después. Es entender que la tierra no es un recurso infinito, sino un legado compartido.
