Tomy Pérez
El pan de batalla, ese alimento esencial que acompaña la mesa de millones de bolivianos, se ha convertido silenciosamente en el reflejo de una crisis que pocos quieren mirar de frente. Durante más de una década, el precio de este producto básico se ha mantenido congelado en 0,50 centavos por unidad, debido a la política de subvención aplicada en casi todo el país, excepto en los departamentos de Santa Cruz y Pando. Sin embargo, mientras el precio sigue igual, el pan ya no lo es.
Con el paso de los años, el gramaje y la calidad del pan de batalla han ido disminuyendo de forma constante. La norma establece que cada unidad debería pesar 60 gramos, pero basta con ir a cualquier tienda de barrio o mercado popular para comprobar que esto hace mucho dejó de cumplirse. Hoy, un pan de batalla promedio pesa apenas 45 gramos o menos, lo que representa una reducción superior al 20%. En otras palabras, los bolivianos están comprando más panes para saciar el mismo apetito, pagando más por menos.
Antes, un pan bastaba para acompañar el desayuno; ahora, hacen falta uno o dos más para sentir la misma saciedad. Lo que parece un detalle mínimo tiene un impacto real en los bolsillos de las familias, especialmente en aquellas que viven al día y deben administrar con cuidado cada moneda. Cuando el pan se encoge, también lo hace el presupuesto familiar.
La calidad tampoco ha escapado a esta degradación silenciosa. El pan que en la mañana se ve esponjoso y de buen aspecto, al mediodía ya se ha endurecido, y por la tarde se vuelve casi incomible. Muchos consumidores lo describen como “pan inflado de aire”: voluminoso a la vista, pero hueco al tacto. Ese mismo pan que antes podía guardarse para la merienda o la cena, hoy apenas sobrevive algunas horas antes de volverse seco y sin sabor. Es una muestra palpable de cómo el pan barato ya no necesariamente es sinónimo de alimento accesible.
Paradójicamente, la Confederación Nacional de Panificadores ha manifestado en reiteradas ocasiones que sus afiliados producen “a pérdida”, a pesar de recibir harina de trigo subvencionada por el Estado. Argumentan que el precio de la levadura y otros insumos se ha incrementado, pero lo cierto es que el componente esencial del pan, la harina, sigue siendo provisto a un costo subvencionado. Y aunque sus reclamos tienen algo de fundamento, la coherencia se pierde cuando el consumidor constata que el tamaño y la calidad del pan continúan disminuyendo, sin que nadie, ni los gremios ni las autoridades municipales, asuma responsabilidad por este deterioro que ya afecta a todos.
Este problema no se trata solo de pesos y medidas, sino de justicia social y transparencia económica. En un país donde el pan de batalla es parte del desayuno de los niños, del almuerzo de los trabajadores y de la cena de los ancianos, su calidad y peso deberían ser una prioridad. El pan, más que un producto, es un símbolo de la mesa boliviana, del esfuerzo diario de miles de familias que cada mañana salen a ganarse el sustento.
Es urgente revisar, o incluso replantear por completo, el modelo de subvención, establecer controles reales y definir un costo unitario que refleje el verdadero valor del pan sin castigar ni al consumidor ni al productor. Mantener un precio congelado durante más de una década puede sonar a protección social, pero cuando ese control distorsiona la realidad y termina afectando tanto a quienes producen como a quienes compran, deja de ser una política solidaria para convertirse en una ilusión.
