Surazo

Los olvidados

Juan José Toro Montoya

Adolfo Cáceres Romero ha escrito —y sigue escribiendo— la más completa historia de la literatura boliviana. Ese, y muchos otros méritos, fueron los motivos para que lo invitemos a participar en el Primer Encuentro Nacional de Escritores e Historiadores sobre Gesta Bárbara que se realizó en noviembre del año que se termina. No pudo llegar a Potosí por razones de salud pero envió un trabajo tan bien hecho que abrirá la memoria que pretendemos publicar en breve con pretensiones de nueva antología.

En su ponencia, don Adolfo describe cómo estaban Potosí, Bolivia y el mundo en 1918, cuando Gesta Bárbara surgió como un movimiento cultural de dimensiones entonces inconmensurables. De paso, pinta, literaria y personalmente, a algunos de sus puntales como Carlos Medinaceli, Gamaliel Churata, José Enrique Viaña, Armando Alba, Walter Dalence y Alberto Saavedra Nogales.

A esos hay que sumar el nombre de María Gutiérrez, que incluso llegó a dirigir la revista “Gesta Bárbara”, y la de otras mujeres que, como reivindica Gaby Vallejo, formaron parte y ejercieron notoria influencia en la sociedad boliviana de hace un siglo.

Además de escritores, Gesta Bárbara aglutinó a otros artistas de entonces como el músico Eduardo Caba y el pintor Cecilio Guzmán de Rojas.

Aunque parezca difícil de creer, los menos ilustrados sobre Gesta Bárbara resultamos ser los potosinos. El encuentro lo confirmó porque los invitados encendieron luces sobre ese movimiento y su importancia.

Gesta Bárbara nació en Potosí —de eso no cabe duda— y, por lo tanto, la mayoría de sus integrantes fueron potosinos. Curiosamente, los integrantes potosinos del movimiento resultaron ser los menos conocidos.

Además de los nombrados por Cáceres, en Gesta Bárbara estuvieron artistas como Armando Palmero Nava, Valentín Meriles Mena, Fidel Rivas Michel, Daniel Zambrana Romero, Félix Mendoza Mendoza y David Ríos Reynaga.

Pese a que todos estos nacieron en Potosí, los potosinos sabemos poco de ellos. Quedaron sus escritos, especialmente en las revistas que dirigió Medinaceli, pero hay pocos datos sobre sus fechas de nacimiento y/o defunción. Gracias al trabajo de Mario Araujo Subietay Aurora Valda Cortés de Viaña, la obra de estos “bárbaros” fue recuperada en una primera antología pero los que escasean son los datos biográficos, necesarios para cualquier perfil.

Algunos, como Alba y Dalence, son bastante conocidos y hay datos sobre ellos pero otros estaban prácticamente hundidos en el anonimato hasta el encuentro de noviembre. Saavedra Nogales, por ejemplo, fue, además de escritor, rector de la Universidad Autónoma Tomás Frías por 13 años y el primero de la era autonomista. Pese a eso, en esa casa de estudios superiores no existe un archivo con su nombre. Lo único que queda es un pequeño retrato, junto a los de otros rectores.

¿Descuido u olvido intencional? Quizás el propio Medinaceli se hubiera perdido en las oquedades de los tiempos si Armando Alba no hubiera insistido en la importancia de su obra. Y algunos, como Roberto Leitón, tal vez se habrían difuminado si el autor de “La Chaskañawi” no habría reparado en su talento.

Pero algunos se perdieron en el fragor del devenir diario porque, pasado el impacto de Gesta Bárbara, los potosinos dimos vuelta la hoja… No nos importaban o… tal vez nos importaban demasiado y, corroídos por la envidia, preferimos ignorarlos.

Son artistas que sobresalieron entre los de su generación pero, por razones incomprensibles, fueron olvidados con el paso de los años. Nuestra intención es rescatar sus figuras y conservarlas para la historia.

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Los olvidados

Juan José Toro Montoya

Adolfo Cáceres Romero ha escrito —y sigue escribiendo— la más completa historia de la literatura boliviana. Ese, y muchos otros méritos, fueron los motivos para que lo invitemos a participar en el Primer Encuentro Nacional de Escritores e Historiadores sobre Gesta Bárbara que se realizó en noviembre del año que se termina. No pudo llegar a Potosí por razones de salud pero envió un trabajo tan bien hecho que abrirá la memoria que pretendemos publicar en breve con pretensiones de nueva antología.

En su ponencia, don Adolfo describe cómo estaban Potosí, Bolivia y el mundo en 1918, cuando Gesta Bárbara surgió como un movimiento cultural de dimensiones entonces inconmensurables. De paso, pinta, literaria y personalmente, a algunos de sus puntales como Carlos Medinaceli, Gamaliel Churata, José Enrique Viaña, Armando Alba, Walter Dalence y Alberto Saavedra Nogales.

A esos hay que sumar el nombre de María Gutiérrez, que incluso llegó a dirigir la revista “Gesta Bárbara”, y la de otras mujeres que, como reivindica Gaby Vallejo, formaron parte y ejercieron notoria influencia en la sociedad boliviana de hace un siglo.

Además de escritores, Gesta Bárbara aglutinó a otros artistas de entonces como el músico Eduardo Caba y el pintor Cecilio Guzmán de Rojas.

Aunque parezca difícil de creer, los menos ilustrados sobre Gesta Bárbara resultamos ser los potosinos. El encuentro lo confirmó porque los invitados encendieron luces sobre ese movimiento y su importancia.

Gesta Bárbara nació en Potosí —de eso no cabe duda— y, por lo tanto, la mayoría de sus integrantes fueron potosinos. Curiosamente, los integrantes potosinos del movimiento resultaron ser los menos conocidos.

Además de los nombrados por Cáceres, en Gesta Bárbara estuvieron artistas como Armando Palmero Nava, Valentín Meriles Mena, Fidel Rivas Michel, Daniel Zambrana Romero, Félix Mendoza Mendoza y David Ríos Reynaga.

Pese a que todos estos nacieron en Potosí, los potosinos sabemos poco de ellos. Quedaron sus escritos, especialmente en las revistas que dirigió Medinaceli, pero hay pocos datos sobre sus fechas de nacimiento y/o defunción. Gracias al trabajo de Mario Araujo Subietay Aurora Valda Cortés de Viaña, la obra de estos “bárbaros” fue recuperada en una primera antología pero los que escasean son los datos biográficos, necesarios para cualquier perfil.

Algunos, como Alba y Dalence, son bastante conocidos y hay datos sobre ellos pero otros estaban prácticamente hundidos en el anonimato hasta el encuentro de noviembre. Saavedra Nogales, por ejemplo, fue, además de escritor, rector de la Universidad Autónoma Tomás Frías por 13 años y el primero de la era autonomista. Pese a eso, en esa casa de estudios superiores no existe un archivo con su nombre. Lo único que queda es un pequeño retrato, junto a los de otros rectores.

¿Descuido u olvido intencional? Quizás el propio Medinaceli se hubiera perdido en las oquedades de los tiempos si Armando Alba no hubiera insistido en la importancia de su obra. Y algunos, como Roberto Leitón, tal vez se habrían difuminado si el autor de “La Chaskañawi” no habría reparado en su talento.

Pero algunos se perdieron en el fragor del devenir diario porque, pasado el impacto de Gesta Bárbara, los potosinos dimos vuelta la hoja… No nos importaban o… tal vez nos importaban demasiado y, corroídos por la envidia, preferimos ignorarlos.

Son artistas que sobresalieron entre los de su generación pero, por razones incomprensibles, fueron olvidados con el paso de los años. Nuestra intención es rescatar sus figuras y conservarlas para la historia.

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Los mejores

Juan José Toro Montoya

Los desastrosos resultados de las primeras elecciones judiciales (2011) confirmaron que la formación profesional y los méritos son imprescindibles para el desempeño de ciertas funciones.

No obstante, la formación del elemento humano está, también, influenciada por factores como la familia y el entorno. A lo largo de la historia de la humanidad, son abundantes los casos en los que los hijos, o descendientes, tomaron la posta a los padres, o ascendientes, y continuaron su obra o iniciaron la suya.

En la historia universal, son conocidos los casos de los Mozart, en la música; los Dumas, en la Literatura; los Renoir, en la pintura; y los Chaplin, en el cine.

Hace solo unos días falleció Alfredo Loaiza Ossio, pintor potosino con una calidad comparable a la de Alfredo La Placa y Ricardo Pérez Alcalá. Pudo ser tanto o más conocido que estos pero prefirió quedarse en Potosí y trabajar por y para su tierra. Poco antes de su muerte, fue incluido en una lista de notables que fueron distinguidos por la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia. Era nieto del pintor Juan Loaiza e hijo de Teófilo Loaiza, el autor de “La chola de la petaca”.

También en Potosí, es ilustrativo el caso de Julio Lucas Jaimes, el famoso “Brocha Gorda”, y sus hijos Raúl y Ricardo Jaimes Freyre. Menos conocido para el interior es el de Donato Dalence, descendiente de José María y Pantaleón Dalence, y su hijo Walter Dalence, escritor que es más recordado por haber creado la actual bandera potosina.

Un cargo para el que es deseable una formación integral es el de rectora o rector de las universidades. Hasta hace poco, quienes llegaban a ellos eran personas muy ilustradas, con una larga carrera y notable prestigio. En el caso de Potosí, se puede mencionar, entre muchos, el caso de Alberto Saavedra Nogales, integrante de Gesta Bárbara que fue rector de la universidad Tomás Frías en dos periodos (1928-1930 y 1936-1946) y le tocó ser el primero de la era autonomista.

La autonomía fue reivindicada por el flamante rector de la Tomás Frías, Juan Justo Roberto Bohórquez Ayala, quien asumió sus funciones esta semana en una solemne ceremonia realizada después de mucho tiempo en esa casa de estudios superiores. Debido al daño que ha causado la desinstitucionalización, las últimas autoridades académicas juraron una vez conocido el cómputo, sin acto formal de por medio.

Bohórquez tuvo una ceremonia en la que, incluso, recibió la medalla y banda rectorales. Con esos símbolos en el pecho, cerró el acto con un “¡Viva la autonomía universitaria!”.

Antes de su posesión lo entrevisté en su casa de la calle Lanza y pude conocer su biblioteca. Los que saben dicen que a un hombre se lo puede conocer por sus libros. Yo vi los suyos y quedé impresionado. Le pedí que me preste algunos y se negó. No solo los tiene y lee sino que también los cuida.

El nuevo rector es un abogado con una sólida formación académica y estudios de posgrado que, además, está respaldada por antecedentes familiares y de entorno. Es nieto de Justo P. Ayala, integrante de “La Palestra”, el grupo cultural que surgió en 1918, paralelamente a Gesta Bárbara, y que imprimió la revista con ese nombre, y sobrino de Ricardo Bohórquez Ramírez, un abogado que cultivó la pintura, escultura y literatura y fue discípulo directo de Carlos Medinaceli.

Bohórquez Ayala llega al rectorado de la Tomás Frías con esos antecedentes y, por ello, se convierte en una esperanza para devolver a la universidad potosina al sitial que siempre tuvo. Toca esperar los resultados.

   

    

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Los peores

Juan José Toro Montoya

Las autoridades del Órgano Judicial que están a punto de cesar en sus funciones pasarán a la historia por haber sido las primeras elegidas por el voto popular y por los pésimos resultados de su gestión.

 

El problema de fondo fue la limitación técnica. Como los candidatos para las elecciones judiciales de 2011 fueron previamente elegidos por el parlamento, privilegiando el interés partidario —o de las organizaciones sociales— por encima de la meritocracia, los elegidos fueron abogados con capacidad de administración de justicia más bien escasa. Debido a que no eran dechados de conocimientos, debieron contratar hasta ocho asesores que se repartieron su trabajo. Eso aumentó tiempo a la resolución de causas e incrementó la posibilidad de coimas. Si alguien quería asegurarse el resultado de un proceso, y no lograba llegar al magistrado, podía “charlar” con el asesor que, al final de cuentas, era el que redactaba los autos o sentencias finales.

 

Cada instancia del Órgano Judicial observó limitaciones pero, en algunos casos, los males eran comunes. Ese fue el caso de las permanentes peleas por las presidencias. Ninguna mantuvo su institucionalidad. El afán por llegar a la presidencia llegó al punto de procesar a magistrados, provocar la renuncia de otros… en fin… en el Consejo de la Magistratura se llegó al extremo de que hasta todos los elegidos como suplentes llegaron a desempeñar la titularidad.

 

Y mientras las presidencias eran objeto de encarnizadas batallas, el Poder Judicial —llamado Órgano a raíz de las reformas a nuestra legislación— comenzó a perder sus dependencias. Se le arrancó la tuición sobre el notariado y por el mismo camino va la administración del Registro de Derechos Reales. Lo propio podría ocurrir con la Escuela de Jueces.

 

Se vive un proceso de transición que, legalmente, debió durar seis meses pero ya se ha extendido por seis años.

 

En medio de toda esa falta de institucionalidad, incluida la patética actitud de magistrados que llegaron a disfrazarse para justificar su condición de indígenas u originarios, el que destacó, por la cantidad de escándalos que tuvo, fue el Tribunal Constitucional.

 

El ganador de las elecciones para ese tribunal fue Gualberto Cusi pues obtuvo el 15,70 por ciento de los votos válidos en una elección en la que los nulos fueron mayoría. A poco de haber asumido funciones, el magistrado provocó polémica —en la primera de muchas veces— al afirmar que, para emitir sus resoluciones judiciales, recurría a la lectura de la coca.

 

Y mientras Cusi aparecía en las páginas de periódicos, incluso hasta después de perder su condición de magistrado, algunos de sus colegas, como Ruddy Flores y Neldy Andrade, eran la comidilla de las redes sociales por supuestamente haber aprovechado viajes al exterior con fines personales. Los dos estaban a bordo del automóvil que atropelló a un motociclista en el camino Potosí-Sucre. El motociclista falleció pero Flores, que fue el principal acusado, quedó a salvo de la acción de la justicia.

 

Por si los escándalos fueron poco, el Tribunal Constitucional cierra su gestión con un fallo sobre la reelección presidencial que desafía la lógica jurídica dividida en derecho interno y Derecho Internacional.

 

Que la retardación en los trámites no se haya eliminado ni siquiera con las leyes promulgadas para el efecto y el común de la gente perciba que no existe una correcta administración de justicia es el balance general del Órgano Judicial elegido mediante el voto: las autoridades que se van son, hasta ahora, las peores que tuvo ese poder del Estado boliviano.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Cualquiera

Juan José Toro Montoya

Las elecciones judiciales de octubre de 2011 no fueron distintas a las celebradas este diciembre.

 

Hace seis años, como ahora, el voto nulo fue mayoritario y, para cada uno de los tribunales, superó el 42 por ciento. Entonces, como ahora, no existió un factor gravitante como aparentemente fue la decisión del Tribunal Constitucional que habilitó al presidente Morales para una nueva reelección.

 

Y eso se debe a que, con ínfulas democráticas o no, el Judicial es el poder más técnico de todos y, por lo tanto, no puede someterse a una votación popular.

 

Es técnico porque requiere, ineludiblemente, la exigencia de un título profesional específico, el de abogado. Mientras en los demás poderes podría ser (pero no siempre es) suficiente tener a asesores para entender temas complejos, como muchas veces son los jurídicos, en el Judicial no solo se necesita formación académica sino, fundamentalmente, mucha experiencia en el foro y en la atención de las diferentes causas que se presentan en los tribunales de justicia.

 

Debido a ello, llegar al Poder Judicial era, en la mayoría de los casos, el corolario de una larga carrera no solo de administrador de justicia (muchos comenzaron como oficiales de diligencias y terminaron siendo magistrados) sino de estudios de posgrado, investigación plasmada en textos y tratados y docencia universitaria. Por eso, los magistrados eran, generalmente, abogados de gran experiencia y avanzada edad.

 

Por esas y otras razones, todas ellas técnicas, resultaba inviable elegir por voto a las autoridades del Poder Judicial.

 

Esa fue mi primera reacción cuando supe que la Constitución Política del Estado introdujo la figura del sufragio universal para la elección de las máximas autoridades del Poder Judicial que, al igual que los otros —incluido el Electoral— pasó a llamarse “Órgano” del Estado.

 

Sin embargo, pesó el argumento democrático. Si un ciudadano que cumple con los requisitos mínimos puede ser elegido presidente del país, ¿por qué no proceder de la misma forma con el Poder Judicial? La respuesta —técnica— es que para ser autoridad de ese poder del Estado es necesario ser abogado y ahí ya se rompe la propuesta democrática. Solo los abogados pueden postularse… no existe la supuesta horizontalidad que caracteriza a los demás poderes.

 

Pero había que darle una oportunidad a la democracia y así lo hice en 2011. Me informé sobre los candidatos y ahí surgió la primera gran desilusión: la mayoría eran desconocidos con méritos insuficientes como para manejar, a través de sus respectivos tribunales, al muy técnico Órgano Judicial. Aun así, voté y esperé los resultados. El país sabe que fueron desastrosos porque tuvimos el peor Poder Judicial de nuestra historia.

 

Esos pésimos resultados me convencieron de que el Órgano Judicial no debe someterse a voto salvo para casos que no tienen que ver con nombramientos. En Japón y algunos Estados de Estados Unidos hay plebiscitos para ratificar jueces o removerlos del cargo.

 

El método anterior, en el que el Congreso elegía a las autoridades del Poder Judicial, no era bueno porque estaba sometida a una evidente partidización pero el actual es peor, como se ha visto sobradamente.

 

En los 29 años que llevo de periodista me convencí de que las autoridades del Poder Judicial estaban sometidas a la política partidaria pero… ¡por Dios!.. por lo menos existía ciertos elementos de meritocracia, necesaria para un Órgano como el judicial.

 

Hoy las elecciones judiciales están más partidizadas que nunca y, aunque con título de abogado, cualquiera puede ser magistrado. Y cualquiera es el resultado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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El voto

Juan José Toro Montoya

Si se le diera su verdadero valor, un voto podría cambiar el destino de una nación.

Cuando los resultados se deciden por simple mayoría, un voto puede representar el triunfo para un candidato o una opción. Si la norma establece porcentajes, la suma de votos orientados hacia cierta tendencia es la que determina los resultados.

Si un voto es la expresión de la voluntad de un ciudadano, la suma de todos los votos representa la o las decisiones de toda una sociedad.

Pero todo lo apuntado líneas arriba es válido para las sociedades ideales, aquellas utopías que, por ser tales, no existen.

Los seres humanos se agruparon con la ilusión de vivir en un mundo mejor. Solos, o apenas con su familia, y así sea resguardados en cuevas o en viviendas construidas en las ramas de los árboles, no podían defenderse de las fieras y enemigos comunes, menos aún de las invasiones. Por eso se juntaron y formaron tribus, clanes… pueblos. Cuando vieron que eran muchos, convinieron en que unos pocos tomarían decisiones a nombre de los demás. Ese es el origen del mandato, el que se confiere temporalmente a algunos miembros de la sociedad para que gobiernen por el resto. Los teóricos llaman a eso “pacto social” y todo tiene que ver con la búsqueda de una sociedad ideal, un mundo mejor, aquel que Tomás Moro bautizó como “Utopía”, un lugar que no es tal porque su significado es “no lugar”; es decir, se trata de una sociedad perfecta, idílica e ideal pero inexistente. Está en las ilusiones y sueños colectivos pero no existe en la vida real.

La realidad, incluso en los países que se precian de tener mayor desarrollo, es que los políticos juegan con el voto del ciudadano, con los votos de toda una sociedad, y los reducen al juego numérico que, finalmente, decanta en el interés partidario. Estados Unidos es el mayor ejemplo de ello. En esa nación, cuyo funcionamientose basa en el modelo federal, los números no siempre expresan la voluntad popular. Por ello, las últimas elecciones fueron ganadas por Hillary Clinton pero la aplicación de la norma, a través de un sistema de proporcionalidad y voto delegado, le dio la presidencia a los millones de una bestia como pocas existen en el mundo.

En el resto del planeta, el primero en desconocer el valor del voto es el ciudadano. Él sabe de la convocatoria a elecciones pero, generalmente, decide cómo votar a último momento.

En una sociedad ideal, una utopía, el ciudadano debería ponerse a pensar en su voto ni bien sale la convocatoria a elecciones. Tendría que conocer las opciones básicas (llámese propuestas), decidir y mantener esa decisión hasta el final, hasta el momento en que deposita su voto.

Pero como la realidad es muy distinta, los políticos empiezan a bombardearle con sus propuestas (léase propaganda) que son intensificadas en los días previos a las elecciones. Por ello, la mayoría de las normas electorales de los últimos tiempos determinan un silencio electoral previo a los comicios, para permitir que el ciudadano reflexione sin interferencias sobre su voto. Claro… como no decidió antes, tendrá que hacerlo en los últimos días… el voto ya perdió parte de su poder.

Pero escribir sobre el valor de decidir anticipadamente el voto justo en la última semana previa a las elecciones significa no solo faltar el respeto a la voluntad del ciudadano, a la expresión de toda una sociedad, sino, también, una muestra de que las malas costumbres se extienden y pueden arrasarlo todo.

Será mejor ir a votar y, para compensar nuestro descuido, hacerlo conscientemente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Gesta Bárbara

Juan José Toro Montoya

Entre 1917 y 1918, dos grupos de jóvenes irreverentes dedicados, entre otras cosas, a escribir poemas y cuentos, se reunieron en Potosí alrededor de una mesa, o varias, y empezaron a debatir libremente sus ideas.

En el grupo destacaba un veinteañero, Carlos Medinaceli, que congenió de inmediato con un recién llegado, el peruano Arturo Peralta, quien vivía su exilio político, el primero de por lo menos tres, en la Villa Imperial.

Las charlas, debates, lectura de textos y poemas debieron ser tan interesantes que sus protagonistas decidieron publicar lo más relevante de sus noches de tertulia. El nombre que se eligió para la revista marcó a toda una generación: Gesta Bárbara.

En el trabajo que hizo expresamente para este encuentro, el escritor e investigador Adolfo Cáceres Romero señala que Gesta Bárbara surgió “como una respuesta a la realidad histórica y social de la Bolivia vapuleada y desmembrada por sus vecinos. Todavía estaban frescas, en la memoria de esa generación, la mutilación de nuestro extenso litoral, por parte de Chile (1879), y la de los gomales del Acre, territorio que nos arrebataron peruanos y brasileños (1903)”.

Ante la proximidad de los cien años del lanzamiento del número fundacional de esa revista, la Alcaldía de Potosí declaró el Año del Centenario de Gesta Bárbara y constituyó un comité interinstitucional para tal fin. Sus primeras actividades fueron la publicación de un libro y la organización del Primer Encuentro de Escritores e Historiadores sobre Gesta Bárbara.

Casi todos los convocados asistieron y sus charlas confirmaron la influencia que Gesta Bárbara tuvo en las letras bolivianas. Se ratificó, también, que esa influencia persiste por cuanto los conferencistas tenían bien presentes a figuras de ese grupo cultural como José Enrique Viaña, Armando Alba, María Gutiérrez y Peralta, cuyo seudónimo más conocido fue Gamaliel Churata. Los escritores estuvieron a la altura de sus antecedentes ya que presentaron trabajos magistrales, dignos no de una memoria sino de una antología. La carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) demostró por qué está entre las mejores del continente en la enseñanza académica de ese arte ya que tres de sus docentes participaron con trabajos que permitieron llenar muchos vacíos sobre Gesta Bárbara.

Las charlas fueron ilustrativas y esclarecedoras. Se escuchó la voz experta de Mariano Baptista Gumucio y la optimista de Ramón Rocha Monroy. La visión poética estuvo a cargo de Gabriel Chávez Casazola y Gaby Vallejo habló de las mujeres de Gesta Bárbara ya que la influencia del grupo dio lugar a la formación de otros, con el mismo nombre, en Cochabamba, Oruro, La Paz, Tupiza y Santiago de Huata.

El protagonista de las charlas fue, aunque con escaso margen, Medinaceli y la obra más comentada su famosa “La Chaskañawi”.

La importancia de Gesta Bárbara trascendió un siglo y marcó varias páginas de la historia nacional. Es una muestra de cuán lejos puede llevar la práctica artística.

Los asistentes al encuentro ponderaron el esfuerzo que la Alcaldía de Potosí hizo al reunirlos y reconocieron que pocas autoridades fomentan la cultura como lo hace su actual ejecutivo, Williams Cervantes.

Si el apoyo institucional se mantiene, podrá hacerse realidad proyectos como la fundación de una nueva revista con el nombre de Gesta Bárbara y la creación de la Editorial Municipal que publicaría a los nuevos autores y posibilitaría un nuevo amanecer para la literatura potosina que actualmente sigue cubierta por una larga noche.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Cronistas de Potosí

Juan José Toro Montoya

Más allá de las desgracias que le acarreó su legendaria riqueza, Potosí es la ciudad que puede preciarse de tener más de un cronista para registrar su pasado y presente.

El más conocido es Bartolomé Arsanz de Orsúa y Vela, reconocido como “cronista mayor de la Villa Imperial de Potosí” mediante la Ordenanza Municipal No. 26/74, y sobre el que ya ha corrido bastante tinta.

Arsanz es extraordinario, entre muchas otras cosas, por el hecho de que no esperaba que se publique su obra. Primero escribió los “Anales de la Villa Imperial de Potosí” como una maqueta de lo que después fue su monumental “Historia de la Villa Imperial de Potosí…” que solo se publicó completa en 1965, cuando la Universidad Brown de Providence, Rhode Island, Estados Unidos, la editó en sus tres tomos con un estudio crítico de Gunnar Mendoza y Lewis Hanke.

Hasta antes de ese año, los manuscritos —porque hubo más de uno— estuvieron desaparecidos y ocasionalmente eran publicados por pedazos, ya sea en Buenos Aires o por obra y gracia de algún investigador avispado.

Uno de los mayores estudiosos de la obra de Arsanz es Mariano Baptista Gumucio que, no obstante su cuna cochabambina, están tan enamorado de Potosí que no se esfuerza en ocultarlo. Al referirse a las muchas ocasiones en las que Miguel de Cervantes se refirió a Potosí —en “La entretenida”, “El rufián viudo”, “El rufián dichoso” y “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”—, Baptista no duda en afirmar que la máxima figura de las letras en español “quiso ser corregidor de La Paz para estar cerca de Potosí”. 

Fue él quien publicó los “Anales…” en 1970, cuando era ministro de educación y cultura y, pese a que estos ya habían visto la luz antes —con Vicente Ballivián, en 1873— solo entonces alcanzaron la difusión que convirtieron a Arsanz en el escritor emblemático de Bolivia.

Fascinado con el cronista mayor de Potosí, Gumucio lo estudió al punto de publicar todo un estudio sobre él, “El mundo desde Potosí, vida y reflexiones de Bartolomé Arsanz de Orsúa y Vela (1676-1736)”, cuya virtud es describir, por primera vez, al misterioso hombre que estuvo escondido detrás de la “Historia…” durante más de dos siglos.

Pero Baptista no se contentó con eso. Infatigable en su labor investigadora, sorprendió con otra antología en 2011, “La ciudad de Potosí vista por viajeros y autores nacionales del siglo XVI al XXI”, que es uno de los más extraordinarios y variopintos documentos sobre la Villa Imperial.

Al margen, cada vez que tiene que realizar algún estudio historiográfico, o simplemente un artículo, incluye siempre a Potosí, como en la reciente “Un río que crece, 60 años en la literatura boliviana, 1957-2017”. En esta antología, publicada por la Asociación de Bancos Privados de Bolivia, el historiador es el único de los seis coautores en incluir a autores potosinos, en el periodo entre 1957 y 1967.

Por ello, no está lejos de la verdad el afirmar que Mariano Baptista Gumucio logró alcanzar la importancia de su personaje de estudio, Arsanz, y, sin haber nacido en la ciudad del Cerro Rico, se convirtió en el cronista del Potosí actual.

Por si fuera poco, a él se sumó su esposa, Beatriz Rossells Montalvo, que es autora del mayor libro sobre gastronomía boliviana publicado hasta la fecha, “La gastronomía en Potosí y Charcas, siglos XVIII, XIX y XX”, que, como se ve, gira, también, en torno a la Villa Imperial.

Ambos merecen un reconocimiento que espero ver algún día. Don Mariano estará en Potosí este fin de semana. Tengo curiosidad en ver cómo lo recibirán.

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Potosí: su gente

Juan José Toro Montoya

 La Villa Imperial siempre fue una montaña rusa en cuanto a su población. Antes del descubrimiento de sus yacimientos de plata era un cenagal ubicado en territorio qaraqara, después pasó a ser un asiento minero con un crecimiento tan acelerado que a principios del siglo XVII era una de las ciudades más pobladas del mundo.

El censo de 1611 reveló que tenía 160.000 habitantes; es decir, más gente que Londres o Sevilla en esa época. La historia oficial dice que la mayoría de sus habitantes no eran nacidos en la ciudad sino provenientes de otros lugares, incluso de otros continentes.

Para aquel entonces, Potosí ya no era un asiento minero sino que había ascendido al rango de villa. Se había independizado de La Plata, hoy Sucre, en lo que fue el primer movimiento autonomista de Charcas, hoy Bolivia, mediante la denominada Capitulación de Potosí que el virrey Diego López de Zúñiga y Velasco emitió el 7 de noviembre de 1561. Su nombre oficial era —y es— Villa Imperial de Potosí y en ella no solo vivían españoles sino también originarios de otros países de Europa, además de una variedad de musulmanes, africanos y hasta asiáticos.

Era, según refieren la totalidad de los autores, una ciudad cosmopolita debido al imán de sus minerales. La abundancia y alta ley de sus minerales, durante los primeros años de la explotación del Cerro Rico, atrajeron a gente de todo el mundo que llegaba hasta la villa con la ilusión de hacerse ricos fácilmente.

Los más buscaban fortuna en la minería pero quienes no conseguían acceso a los yacimientos, cuyo control estaba en manos de ciertas naciones españolas, se dedicaban al comercio y a un sinfín de actividades que resultaban más o menos lucrativas en una ciudad donde la plata corría, literalmente, a manos llenas.    

Los datos son ciertos pero resultan incompletos.

Llama la atención, por ejemplo, que la población potosina sobrepase la cifra de los 160.000 habitantes en otras fuentes. Ahí está el caso de fray Diego de Ocaña quien señala que, alrededor de 1600, los sacerdotes habían registrado hasta a 200.000 indios en las 14 parroquias existentes en Potosí, con prescindencia de la población europea.

Que la cifra no concuerde con la del censo no es extraño ya que este, como todo recuento oficial, mostraba lo que a los mineros de Potosí les interesaba. La contratación de mano de obra —en realidad una esclavitud disimulada— estaba normada por las Leyes de Indias así que oficializar cifras sobre indios al servicio de los mineros era visibilizarlos, exponerse a pagos indeseables. Por tanto, lo mejor era ocultarlos y dar cifras falsas.

Se trata de un dato poco manejado que; sin embargo, ya es tomado en cuenta por historiadores actuales como Pablo Quisbert, que se ha especializado en el pasado prehispánico potosino y los primeros años de la colonia.

El destino de Potosí estuvo —y, lamentablemente, todavía está— ligado a la actividad minera. Cada vez que la minería prospera, la población de la ciudad aumenta.

Por ello, sus fluctuaciones poblacionales también están vinculadas a esa actividad económica. Cada vez que la población decrece es porque la minería cede terreno a consecuencia de las bajas cotizaciones.

En las cifras oficiales, su población actual no llega a las 200.000 personas. La realidad, como la historia, muestra otra cosa. En realidad, en Potosí viven miles de migrantes del área rural que, a la hora de los censos, viajan a hacerse contar a sus tierras de origen. Es un acto de traición a la tierra que los recibe y les da de comer y que en este noviembre vuelve a celebrar otro aniversario sumida en la minería.

 

  

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

 

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Los muertos

Juan José Toro Montoya

El día en el que llegaron los muertos, entendí que todavía no entendía muchas cosas de los vivos.

No sé si la muerte es fácil para los muertos pero escucho a muchos vivos quejarse por lo difícil que es la vida.

A veces, muchas veces, yo también sentí difícil la vida. A veces, muchas veces, yo también deseé la muerte.

Pero la muerte no es ajena a nosotros. Después de todo, no hay verdad más grande que aquella que dice que todos nacemos para morir.

Como pasamos la vida viviendo, pocas veces nos ponemos a pensar en la inminencia de la muerte. Si naciste, habrás de morir, inevitablemente, tarde o temprano, ¿por qué, entonces, no nos preparamos para morir?

Sentimos la muerte cuando nos arranca a un ser querido. Solo ahí, ante su falta, entendemos que la muerte es lo opuesto de la vida y que, por estar vivos, un día tendremos que morir.

Cuando alguien muere, se lleva parte de la vida de los suyos, incluso de sus conocidos. Si el muerto es un amigo, se llevará los momentos juntos, los recuerdos juntos, aquellos que compartían ambos. Esos recuerdos se quedarán contigo pero ya no los compartirás con tu amigo porque él ya no estará aquí, con nosotros, en esta vida de la que, inevitablemente, todos saldremos muertos.

Recién nomás se murió el fotógrafo del periódico, el Esteban, y, ahora que ya no está, recién entiendo que se fue el que retrató parte de mi vida, el que estaba en los acontecimientos importantes, el que llegaba tarde y resoplando pero llegaba… se llevó, literalmente, mis recuerdos gráficos.  

Peor son las cosas si muere alguien cercano, un pariente… un padre. Yo perdí al mío este año y mi mente todavía se resiste a aceptar su falta. Sigo buscándolo en su escritorio, o en la calle… todavía espero mirarlo en alguna butaca cuando hablo en público… no lo encuentro y me duele su ausencia. Él formó parte de mi vida desde mi concepción, lo recuerdo desde que tengo memoria y esta se niega a borrarlo. Sé que está conmigo, en mis genes, en mi voz… hasta en la firma pero no lo veo, no le escucho y su ausencia me lastima.

Esta semana se fue otro pariente, el esposo de mi abuela a quien tomé como padrino, aquel que, con solo ser como era, me enseñó que no solo es padre quien engendra sino también quien cría, quien educa, quien da cariño.

Miré su retrato sobre su féretro y me estremeció la certidumbre de que tampoco lo veré más. “Chau, padrino”, le dije levantando la tapa de la ventanilla de su ataúd. Se fue con las prótesis dentales que fabricaba, con su sonrisa debajo del bigote, con su “¿cómo estás, hijo?”… “Como siempre, padrino”. No… como siempre no… no estarás tú, como ya no está mi abuela, tu esposa; o mi otra abuela, la mamá de mi mamá, como ya no está mi otro abuelo, como ya no está mi padre…

“Nacemos solos y morimos solos”, dice la sabiduría popular. La muerte es la inevitable consecuencia de la vida y pese a que, al morir, dejamos todas nuestras posesiones terrenas y no nos llevamos nada, la verdad es que los seres humanos no morimos solos. Nos llevamos los momentos vividos, aquellos que compartimos con las otras personas, y, al hacerlo, les arrancamos una parte de su vida.

Los muertos llegaron esta semana y volvieron a compartir un tiempo con nosotros. No todos los sintieron igual. Para muchos, esto del retorno de los difuntos es superchería, algo desconocido. Para otros, la fecha es motivo para copiar costumbres extranjeras. Y se disfrazan. Y piden dulces. “Treta o truco”. Y hacen el ridículo. “Ay, no sé, waway… yo tengo t’antawawas”. Pasean en medio de muertos propios y ajenos, ignorantes de las certezas de la vida… ajenos a los misterios de la muerte.

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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