Un mural, una memoria: el Q’ewa Gerardo vuelve a zapatear en Sucre

Iván Ramos - Periodismo que Cuenta
Ya se aproxima junio, mes de las diversidades. Las brochas comenzaron a cantar en Surapata. Es una tarde fría, con el aroma de la pintura húmeda y los ecos de antaño aún flotando en el aire. Una docena de personas —entre artistas, activistas y vecinos— tomaron pinturas, rodillos y pinceles, y comenzaron a devolverle el color a un fragmento de la historia sucrense.
El mural, dirigido por el artista plástico Julio César Escobar, es un homenaje a Gerardo Rosas, más conocido como “el Q’ewa”: ícono de la cueca y el bailecito, símbolo de resistencia y figura del colectivo LGBT+.
La pared escogida no es cualquier pared. Está en Surapata, el barrio donde Gerardo solía convertir las chicherías en palacios efímeros de la cultura popular. Allí, donde el ritmo del charango y del armonio se mezclaba con el perfume de la chicha, Rosas zapateaba sobre mesas de madera vieja, cantando con voz clara y melodiosa, rodeado de palmas y sonrisas.
De contextura delgada, cabello rizado y piel trigueña, Gerardo Rosas no necesitaba escenario. Su presencia bastaba. Vestía con libertad, jugaba con los límites del género y desafiaba, con cada movimiento de su pollera prestada, los rigores de una sociedad que no estaba preparada para su arte ni para su existencia.
"Mi abuelo me contaba que el Q’ewa era como un imán", dice Rolando, uno de los muralistas. "Las dueñas de las chicherías lo invitaban porque llenaba el lugar. Era como si las clases sociales se borraran mientras él bailaba".
En los años sesenta, Gerardo grabó tres discos con la discográfica Capital y compartió escenario con grandes nombres como Casiano Tejeda, Alberto Vargas y Eugenio Sánchez. Pero más allá de los micrófonos, fue en las chicherías donde su leyenda creció. Donde la comunidad, muchas veces al margen, encontraba en su figura un espejo, una promesa, una canción.
La dictadura militar que gobernó Bolivia entre 1964 y 1980 no fue amable con él. Lo persiguieron por ser quien era: un hombre homosexual, artista, libre. Murió solo, en el Hospital San Pedro Claver, como tantos otros cuya diferencia fue castigada con el olvido. Treinta años después, la ciudad que lo vio brillar lo declaró Ciudadano Predilecto. Un acto tardío, sí, pero cargado de justicia poética.
Julia, otra participante del mural, recuerda lo que le contaba su tío: “El Q’ewa se subía a la mesa, zapateaba con fuerza, cantaba, y todos callaban para verlo. Era arte puro. Era valentía".
Hoy, su rostro —con el cabello rizado, la mirada firme y un pañuelo multicolor— revive en el mural como si estuviera a punto de volver a danzar. La pintura no solo celebra su arte, sino su lucha, su libertad, su ternura desobediente.
El activista e investigador David Aruquipa fue uno de los primeros en rescatar su memoria en el libro Memorias Colectivas. Miradas a la historia del Movimiento TLGB de Bolivia. Gracias a su trabajo y al empuje del colectivo LGBT+ de Sucre, la figura de Gerardo Rosas ha dejado de ser un susurro entre ancianos para convertirse en emblema de diversidad y orgullo.
El mural en Surapata no es solo una imagen. Es una herida cerrada con pinceladas. Es un canto que vuelve. Es la historia de un hombre que, incluso en la soledad, jamás dejó de bailar.
Y ahora, por fin, Sucre baila con él.