India y Pakistán, el colonialismo y el monoteísmo

Carlos Decker-Molina

En Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie confiesa: “Siento debilidad por los panteones politeístas, en parte porque el politeísmo tiene historias mucho mejores que el monoteísmo, y en parte porque las deidades monoteístas son, en fin, muy inhumanas. Me gustan en particular las tradiciones donde los dioses se portan mal”.

Esa tensión entre religiones, en particular entre el hinduismo y el islam, está en el corazón del conflicto que desde 1947 enfrenta a India y Pakistán. Un conflicto encendido, además, por la incomprensión colonial: el Imperio británico encargó al abogado Cyril Radcliffe —quien nunca había pisado suelo indio y desconocía la complejidad de su tejido cultural y religioso— la tarea de trazar en apenas cinco semanas las líneas divisorias del subcontinente. Así, el 15 de agosto de 1947 nacieron dos nuevas naciones: la India, de mayoría hindú, y Pakistán, concebido como hogar para los musulmanes.

La profesora británica Navtej Purewal sostiene que en 1947 aún era posible una India unida, organizada como una federación flexible que incluyera también a los estados de mayoría musulmana. Sin embargo, aunque tanto Gandhi como Nehru aspiraban a una India integrada y plural, su modelo centralista no consideraba suficientemente la autonomía y los temores de la población musulmana.

Una historia de división

Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), el movimiento independentista pacifista liderado por Gandhi ganó impulso. Pero junto a él, dos figuras marcaron el rumbo político: Jawaharlal Nehru y Mohamed Ali Jinnah. Nehru, de origen hindú pero agnóstico, soñaba con una India pluralista. Jinnah, en cambio, lideraba la Liga Musulmana, que exigía la creación de una nación separada para los musulmanes de la India, una demanda que encontró eco en muchas regiones de mayoría islámica.

“La proximidad de la independencia generó temor entre los musulmanes ante la posibilidad de quedar bajo dominio de una mayoría hindú”, explica Gareth Price, del instituto británico Chatham House. Ese temor no era infundado: los británicos habían contribuido activamente a dividir a la población según criterios religiosos, estableciendo listas separadas de votantes para musulmanes e hindúes, y reservando escaños por confesión en las elecciones locales. La religión se volvió, así, una herramienta política.

En 1946, tras múltiples motines en sus destacamentos militares en India, Londres accedió a abandonar la colonia y facilitar una transición de poder en un plazo de dos años. Presionado por la inestabilidad creciente, el Imperio optó por la solución más inmediata —y más costosa en términos humanos: dividir India en dos países.

Cachemira, epicentro de tensiones

El Acta de Independencia permitió que cada región decidiera a qué país unirse. En 1947, el maharajá de Cachemira, Hari Singh, optó por integrarse a la India. Se desató una guerra que duró dos años. Hoy, India controla aproximadamente la mitad del territorio, Pakistán domina algo más de un tercio al noroeste, y China administra el resto en el norte y noreste.

La presencia china reconfiguró el mapa geopolítico. India se acercó a la Unión Soviética durante la Guerra Fría, cuando Moscú y Pekín rompieron relaciones. Hoy, China y Rusia —ambas potencias capitalistas y aliadas— podrían jugar un papel clave en contener los ánimos belicistas entre dos potencias nucleares.

Durante la guerra en Afganistán patrocinada por la administración de George W. Bush y la OTAN, Pakistán sirvió como retaguardia estratégica para Osama bin Laden y los combatientes de Al Qaeda. Esa historia reciente añade más tensión a una relación ya envenenada por decisiones tomadas hace casi ocho décadas.

Religión, colonialismo y cálculo geopolítico siguen marcando la relación entre India y Pakistán, dos naciones que, armadas hasta los dientes y con capacidades nucleares, siguen atrapadas en un conflicto nacido de una partición mal diseñada y de heridas que aún no cicatrizan.